Septiembre acabo con
una visita relámpago a Madrid (un Blitzreig Pop en condiciones) para participar en las celebraciones del XIII
aniversario del Wurlitzer (bueno, vale, participar, participar lo que se dice
participar igual no ya que este verbo tiene la connotación de hacer una parte
de la preparación, o algo útil para el desarrollo del mismo, y este año la
verdad es que no – tampoco es que otros años participe mucho, mucho pero desde
luego un poco más, pero esta vez con la distancia y esas cosas pues no he hecho
nada – así que dejémoslo en celebrar que a) parece más correcto y b) es más
divertido).
¿Qué decir del aniversario del Wurlitzer? ¿Qué decir que no
se haya dicho, o que se haya dicho (que decían aquellos, los de quien conociera a María, amaría a María,
o era quien conociera a María, a María, a
María; nunca lo he tenido claro)? Pues no sabría por dónde empezar y la
verdad es que daría para más de un post largo, incluso muy largo y la verdad es
que hoy ya tengo bastante trabajo con comentar los libros del mes de octubre,
que han sido bastantes y que además se me han mezclado con los de noviembre
(si, hoy ya estamos a 1 de diciembre, así que no es que vaya retrasado,
prácticamente voy de minusválido o por ser más políticamente correcto con un
calendario alternativo).
¿tengo una excusa para escribir tan tarde? Pues la verdad es
que yo diría que sí, que tengo una excelente excusa y es que ya estoy de vuelta
en Madrid, habiendo abandonado mi aventura neozelandesa a mediados del mes de
noviembre. Dicho así uno podría pensar que eso no es excusa para no escribir
los comentarios de octubre, que por tradición intento que estén antes de
mediados de mes y que, por lo tanto, podía haber escrito en una de las típicas tardes
de domingo con clima variable de Auckland. Poder, podría haber escrito antes si
no fuera porque para abandonar un país después de casi un año pues uno tiene
que hacer bastantes cosas que le llevan tiempo incluyendo entre otras la de
tomar la decisión, la fecha para la decisión y esas pequeñas cosas que
trastornan a cualquiera (mas todavía a alguien que es incapaz de gestionar –
salvo mediante subcontratación – cualquier servicio cotidiano, como es mi caso).
En fin, pero tampoco se trata de hablar de mi decisión de volver a casa y dar
por terminada esta aventura extranjera, o de exiliado, o expatriado que mola
más, en este post que como he dicho ya promete ser largo solo por la cantidad
de lecturas, así que, del final de esta aventura extranjera, ya, si eso, pues
hablamos otro día.
Como a finales de septiembre no tenía todavía ninguna idea
de lo que sucedería en el futuro pues me acerque por mi librería de referencia
de Madrid capital, la librería Méndez de la calle mayor para los olvidadizos,
obviamente ante la imposibilidad logística de visitar mi librería de referencia
de la sierra (exacto, amigos de poca memoria, Fuenfría en Cercedilla). La
verdad es que tenía un poco de aprensión con esta visita ya que mis visitas
anuales a NYC me han enseñado que visitar un negocio una sola vez al año a
veces no es suficiente para que este negocio se mantenga abierto – hay que ir
con más frecuencia para asegurarse de que continuara existiendo – y habría sido
otra gran perdida, posiblemente equiparable a la perdida de Partners & Crime (la que era mi
librería favorita de NYC) o del NoHo Star
(el único sitio en el que me he comido dos ensaladas Cesar seguidas de buenas
que estaban). Afortunadamente la librería Méndez ha sobrevivido a mi abandono
temporal aupándose así a la categoría de McNally
que de momento todavía resiste en NYC a los cambios de usos y costumbres de
nuestros coetáneos. Pero, repito: no lo deis por hecho y visitar vuestras
librerías, tiendas de discos y restaurantes con toda la frecuencia que podáis
ya que el riesgo de perder cosas que os identifican es excesivo y la
sustitución por otros negocios nunca funciona (en mi experiencia es más lo que
se pierde cuando uno de tus negocios favoritos desparece que lo que se gana
cuando aparece otro nuevo, salvo honrosas, pero escasas excepciones).
La falta de visitas durante meses me permitió recabar las
recomendaciones de los hermanos Méndez con la excusa de que no estaba al día de
lo publicado por autores españoles (fingiendo que normalmente lo estoy y que no
compro al azar, o pocos autores españoles) ya que con la distancia pues me
apetecía leer cosas que no hubieran sido traducidas. Uno de los hermanos (yo
diría que el menor, pero puede que ya sea bastante erróneo considerarles
hermanos como para encima añadir a esto las posibilidades de ofender a uno, o
incluso a los dos, diciendo que uno es mayor que el otro, aunque ya sería
casualidad que tuvieran la misma edad).

Tengo el recuerdo de que la primera lectura, seguramente en
mi adolescencia e impulsado, o convencido, por mi hermano, no me gustó tanto
como esta vez, incluso teniendo en cuenta que mis problemas de memoria me hacen
estar en desacuerdo con algunas frases con las que seguro de estaba de acuerdo
antes de perder gran parte de mi memoria: “Creo
que si de pronto borrasen todos mis recuerdos de entonces, sería el que soy, y
nada mío me habrían arrebatado”. Puedo aseguraros que esto no es cierto,
que la perdida de los recuerdos te cambia como persona, que cada vez que pierdes
un recuerdo eres menos tú. Esto es un hecho por muy bien que suene esa frase.
Sorprende (o a mí me ha sorprendido) la actualidad de
algunas frases, o tal vez sea más correcto decir la atemporalidad de las mismas
como ese genérico “la gente es imbécil”
o el un poco más focalizado de “Nada hay
más torpe que un adolescente que se cree cargado de experiencia”, frase en
la que probablemente mi yo adolescente, y cargado de experiencia, no reparo, o
si lo hizo, la considero como la expresión de un viejecillo probablemente
sobrecargado de prejuicios; llegando algunas incluso a ser casi premonitorias “Los apóstoles del futuro predicaran la
vulgaridad obligatoria y los políticos la impondrán por la fuerza de una
pedagogía debidamente orientada” que si no describe la cultura televisiva o
popular actual (en el caso de que sean diferentes), le falta poco y se refiere
a ese gran fracaso en el que se ha convertido la internet y la conectividad con
la que algunos soñábamos en nuestra adolescencia (cargada de experiencia vital,
y de razón añado). Aunque no debería sorprendernos ya que como el propio Torrente nos da la clave de esa
atemporalidad cuando se refiere a “Y en
ese mundo, que ya empieza a existir, que ya existe en parte desde siempre”.
Con todo supongo que la lectura en el exilio me ha hecho
fijarme más en sus referencias y descripciones de esa España que en algunas
cosas es idéntica a Nueva Zelanda, o mejor dicho al sentimiento que los
aborígenes (y adoptados) tienen de su país y que es la base de esos nacionalismos
que resultan, cuando menos, preocupantes y que se basan en un concepto tan
sencillo como el de que “España no
pertenece al mundo. España ¿entiende? Es un mundo por si sola”. Si bien en
el caso de aquella España cuya historia realmente “empieza el día en que Dios busco, entre los pueblos, aquel más capaz
de defender su iglesia, y nos vio a nosotros, dispuestos siempre a morir por
una cabezonada” tiene algunos factores religiosos añadidos.
Esa España que apenas ha cambiado en las cosas fundamentales,
en la que todavía “un hombre vale, como
usted sabe, en razón directa del número de mujeres con las que se ha acostado,
y deja de valer en razón directa a los cuernos que le han puesto” pero a la
que se le llena la boca con pequeños cambios irrelevantes en la que ahora
resulta anacrónico afirmar “A mí, esto
del café con leche… Donde este un pedazo de pan con ajo y una copa de
aguardiente” si bien temo que volverá ya que como decía aquel la historia
de España es como la morcilla está hecha
con sangre, y además repite.
En fin, innecesario decir que se trata de un gran libro, un
librazo o libraco, si bien en gran parte no dista mucho de la idea de un
culebrón de calidad, si es que tal cosa existe. Una forma ideal de pasar unas
cuantas tardes lluviosas tan buena, o mejor, que verse una temporada entera de
cualquier serie de televisión.

Es decir, más o menos a una novela intrascendente si la
obsesión numérica no se desarrollaba bien y no sobrepasaba a la parte de
amoríos homosexuales. Desgraciadamente no lo hace y la novela no ofrece nada
que merezca la pena comentar excepción hecha, posiblemente solo para cierto
sector muy específico de los lectores, de la percepción de las aguas de Nueva
Zelanda por los propios neozelandeses que la consideran completamente
contaminada y ni siquiera se plantean rellenar sus cantimploras en arroyos
debido al peligro de enfermedades: “The
water left over from yesterday is almost gone. Water is all around
me… Dad says there´s giardia throughout most of waterways in New Zealand, so I
resist filling my water bottle, for now”.
Algo que refleja varios hechos interesantes de Nueva
Zelanda, la creencia en información no contrastada para la toma de decisiones
unida a la generalización de la información (Nueva Zelanda está muy lejos de
tener una red de control de la calidad de las aguas como la que nosotros
tenemos por lo que la información existente es de muy escasos puntos con escasa
representatividad); el miedo que tienen a todo que les impide hacer cosas como
beber de un arroyo cristalino porque han oído que todas las aguas de Nuez
Zelanda están contaminadas; y su cinismo innato ya que pese a esta percepción
interior en el país venden exactamente la imagen contraria fuera del mismo. Desinformación,
cinismo y miedo, sería una buena descripción de las características básicas de
los neozelandeses, pero, ya, si eso, lo hablamos otro día.

Ciertamente yo no creo que la vida sea tan sencilla, que
solo exista un momento en el que todo cambie; desgraciada y afortunadamente, al
menos en mi experiencia, existe más de un momento en el que tu vida cambia
radicalmente, a veces por una buena causa y otras por una catástrofe. Yo puedo
identificar fácilmente más de cuatro momentos en los que mi vida cambio
completamente y me temo, o espero, no lo tengo claro, que no serán los únicos.
Todavía habrá más momentos que definan mi vida, como en aquel poema-chiste de Cesar Vallejo yo sigo
creyendo que el momento más importante de mi vida está todavía por llegar. Creo
que pensar eso es una obligación moral de todos, siempre hay posibilidad de que
ocurra otro hecho que cambie tu vida para bien, otro momento que la defina y la
ponga en perspectiva, que te permita pasarla de nuevo a limpio.
Si me gusta su crítica a una de esas frases manidas, “el tiempo… ladrón sutil de la juventud”,
que en realidad no significan nada por mucho que sean recurrentes en nuestras
vidas y que “es algo que dijo uno de esos
malditos poetas muertos. El padre Flynn lo decía siempre. Nos hacia aprendérnoslo
de memoria. Seguramente estaba ahí mismo y pronunciaba ese verso que es una
mierda pichada en un palo. El tiempo es un ladrón, sí, pero de sutil no tiene
nada. Es un matón. Y la juventud es una damisela vieja que camina por el parque
con un bolso lleno de dinero”.
También contiene una de esas informaciones que he de
recordar verificar para saber hasta qué punto es cierta, sobre la prueba de
carga del puente de Brooklyn (la prueba de carga de un puente es lo que su
nombre indica, poner mucho peso en el mismo para ver si resiste como se espera
de él antes de permitir que se ponga en uso – que pase gente o vehículos – y normalmente se hace con camiones llenos de
piedras o tierras) e incluso de la impresión general inicial del puente en la
gente: “Esos cables, esos arcos góticos
de ladrillo… Qué bonito. Daddo dice que murieron muchos hombres construyendo
ese puente. Los arcos son sus lapidas. Willie cree que murieron por una buena
causa. Daddo dice que ese puente, cuando se inauguró aterraba a la gente. Era
demasiado grande, nadie creía que fuera a aguantar. Barnum, el empresario
circense, tuvo que hacer pasar una manda de elefantes por el para demostrar que
era seguro.”
Gran parte de mis compañeros de oficina son de Sudáfrica,
país que da la impresión de estar quedándose vacía, o al menos vacío de
población blanca que por una parte se sienten discriminados y por otras viven
algo asustados, como imagino gran parte de la población negra, ya que parece
ser un país sumamente violento en el que la vida humana tiene realmente poco
valor, o al menos la vida de los demás ya que normalmente cuando alguien mata
para robar lo hace pensando que su vida tiene más valor que la de la víctima.
No piensa que la vida humana no tenga valor, solo que la suya tiene un valor
superior.

Que la vida es distinta se nota en la variación local de
algunas expresiones que todos conocemos como “tiger got yout tongue?”; cuando
nosotros hablaríamos de una simple
mascota, un gato, ellos lo sustituyen por un tigre, algo que obviamente parece
algo excesivo o tal vez no.
El caso es que
Sudáfrica tiene cierto parecido con Nueva Zelanda, al menos climatológicamente,
ya que aquí tampoco existen las tradicionales cuatro estaciones a las que
estamos acostumbrados (si bien cada vez menos por eso de la emergencia
climática con la que ahora estamos amenazados) e incluso se nota su nostalgia
con distanciamiento de la Europa de la que proceden parte de sus habitantes: “Each tree stubbornly marks all four seasons
even when we really only get two. I think they remember Europe better
than we who took root more recently. I wonder if they´re used to summer in
January?”. Imagino
que en la mayoría de los países del hemisferio sur pasare algo parecido y que
tiene que acostumbrarse a ese sin sentido de celebrar las navidades en pleno verano.
No sé si existe el concepto de “semi-antipoda”
para indicar lo que está al otro lado del mundo pero en el mismo hemisferio
pero igual debería existir y sería aplicable, creo, a Nueva Zelanda y
Sudáfrica, lo que no deja de ser curioso.
El libro tiene dos partes claramente diferenciadas (esto es
algo que mi padre veía en casi todos los libros durante una época, cuando no
eran tres) cada una de las cuales se centra en un episodio de la historia de
Sudáfrica del que yo no sabía nada.
La primera parte sucede durante la guerra de los Boers –
algo que parece no esta tan lejano por las memorias de mis compañeros de mesa –
cuando parece que los ingleses tuvieron el honor de inventar los campos de
concentración para controlar a los Boers (no, no a los negros que parece que en
aquel momento ni siquiera tenían consideración de seres humanos) con el saqueo
indiscriminado de sus propiedades e incluso la destrucción de todo lo que
pudieron encontrar. Larey-Marie mi compañera de mesa me conto que una de las
cosas que se había traído de Sudáfrica a Nueva Zelanda era una simple mesa de
madera que su abuela (probablemente bisabuela) enterró cuando fueron a saquear
su casa y a llevarlos a un campo de concentración. Es decir, es algo que es
relativa y sorprendentemente reciente.
La segunda parte se centra en una especie de campamentos de
formación del espíritu nacional fascista y racista que existían allí en tiempos
más recientes y aunque menos sorprendente, especialmente en estos tiempos de
revival del racismo/fascismo, no deja de ser interesante. Por supuesto todo
acaba cuando se descubren una serie de asesinatos dentro del campo de formación
– que, en cierta medida, salvando las distancias, me recuerdan a los
campamentos de la OJE de cuando yo era niño y que no imagino muy distintos de
esos mismos campamentos una década antes – y afortunadamente con el juicio y
condena de parte de los culpables (no, no escribo de todos los culpables ya que
obviamente todos los culpables son demasiados, probablemente toda la sociedad).
La verdad es que me falta conocer la opinión de mis
compañeros sudafricanos sobre este segundo episodio de su historia que
desgraciadamente imagino no les parece tan triste como el primero y para el que
incluso encontraran alguna justificación moral. Espero equivocarme, pero
ciertos comentarios me hacen pensar que no me equivocare.

A ver, no es una mala novela, puede que incluso sea buena
pero no estoy seguro de que cubra o transmita las complejidades de ciertos
colectivos que quiere retratar, especialmente el de los oficinistas y el de los
okupas. En el primero tiene más aciertos, imagino que, por conocerlos mejor,
como al hablar de los trepas y describirse el mismo dentro de este entorno “Él había aprendido a conquistar pequeños
espacios inadvertidos por los demás, tan ocupados en pelear y en amenazar y en
ser macho alfa, pero como puede haber tantos machos alfa en el mismo sitio….
Ellos hacen justo lo que se espera, eliminar a los débiles para que la empresa
funcione mejor, la selección natural. Yo soy una especie invasora y silenciosa.
Parece que no compito, pero ahí estoy, mira a cuantos he echado de la pirámide
de los mandriles, y yo sigo en mi sitio.” Obviamente yo creo no ser ninguna
de las dos especies y creo firmemente que todos deberíamos ser de otra, buscar
más la simbiosis que la competencia, pero obviamente esos dos tipos de especies
– los machos alfa y las especies invasoras – copan el ecosistema laboral.
Si coincido en la visión de lo tontorrona que se ha vuelto
últimamente la gente en relación con los trabajos que le tocan hacer “esta gente si estuviese en la guerra
protestaría por tener que limpiar el fusil. Harían una huelga. Se quejarían de
que los mandos les exigen cosas que no están en el contrato” algo en lo que
posiblemente coincido por mi carácter de jefe explotador (ya que no parece
haber otro tipo de jefe) que no entiende como alguien puede pasarse dos horas
diarias levantando pesas en el gimnasio, pero luego es incapaz de levantar dos
cajas de cerveza en su trabajo y las tiene que llevar de una en una, que si no
su espalda de resiente.
Sobre la parte de los okupas solo señalare que me hizo mucha
gracia que la protagonista – la hija del oficinista caído en desgracia – se
llame Ana como mi sobrina y no puedo dejar de sorprenderme por algunas de sus
simplistas teorías que sospecho coinciden en gran medida con las de mi sobrina.
Una lástima que no haya incidido en ciertos aspectos que para mí son relevantes
y que se haya quedado en la superficie de algunas cosas. Pero, con todo, una
novela interesante de leer.

Para mí lo más divertido, o simplemente curioso, es que en
la novela anterior la autora de esta estaba en los agradecimientos como “la primera lectora de mis libros desde hace
tiempo, por lo que me da, por todo lo que me enseña” que unido a la edad de
ambos escritores apunta claramente a que son pareja (desde hace tiempo) y que
en esta ni hay dedicatoria ni agradecimientos, ni nada de este estilo hacia el
otro autor. Lo peor es que me temo que es una omisión consciente por algún
extraño motivo de género que yo soy incapaz de comprender, cosas del heteropatriarcado, supongo; o de la
Dana o de la ViGen esa o cualquier otro palabro incomprensible de esos que se
han instalado en las noticias en mi ausencia de este país, de esta España mía,
esta España nuestra. Esa España que como decía Moix (Ana María) “ni es chicha, ni limoná; loquita de corazón
y dura como la caña”.


Claro que eso no quita el gran desacierto de que nuestro
replicante – que se comunica telepáticamente con otros replicantes y que accede
a todo el conocimiento por algo similar a nuestra wifi – se vea obligado a
utilizar un ordenador de su dueño para averiguar según qué cosas. Aunque lo más
fascinante es que ese replicante que “podía
correr dieciséis kilómetros en dos horas, sin necesidad de recarga, o su
equivalente en energía, conversar sin descanso durante doce días”. Esta
equivalencia energética me resulta especialmente fastidiosa y no imagino de
donde puede haber salido, pero os dejo que calculéis a cuanto equivale cada
hora de conversación en términos de energía, digo. Igual me vuelvo dicharachero
como método de adelgazamiento, o probablemente no (ya que no compensa, os
digo).
En cualquier caso, con las lecturas de noviembre pendientes
de comentar voy a ver si Publio esto y me marcho un par de días a la playa con
la Dana a tomar un arroz al horno, algunas cervezas e incluso algún limón del
huerto. Así que no esperéis nada hasta mediados de diciembre.
Lecturas
Los Gozos y las Sombras – Gonzalo Torrente Ballester
Invisible
Breathing – Eileen Merriman
You will be
safe here – Damian Barr
Insurrección – José Ovejero
Mejor la ausencia – Edurne Portela
Un asunto demasiado familiar – Rosa Ribas
Maquinas como yo – Ian McEwan