domingo, 2 de enero de 2022

Comentario de textos - Noviembre 2021

Hoy es domingo, 2 de enero de 2022 y aquí estoy escribiendo mi crónica de libros. En principio esto parecería indicar que voy bien con mis planes de escribir a primeros de mes – algo bastante necesario para no olvidarme de lo que he leído – e incluso parece prometer que este mes conseguiría cumplir mi propósito de año nuevo (del año pasado) y dejarme tiempo para escribir de otras cosas a lo largo del mes. Sí, eso es lo que podría parecer si no fuera por el pequeño, insignificante, detalle de que no estoy escribiendo sobre los libros del último mes, si no que estoy escribiendo sobre mis lecturas de noviembre. Dios, cada día soy más desastre y pese a que cada día me apetece más escribir (hay ratos en los que me encuentro pensando en historietas del abuelete que contar, dándole vueltas en mi cabeza e intentando con poco éxito situarlas en un marco temporal correcto.) pero al final siempre surge algo que me retrasa. Unas veces es porque me he pasado la tarde escribiendo informes y ya estoy cansado de mirar a esta pantalla y otras por cualquier motivo igual de estúpido o incluso por ese vicio de ponerme a leer.

En cualquier caso, esto de las falsas impresiones, por falta de un contexto completo, me ha recordado a uno de los primeros exámenes que hicimos en la Escuela, casi seguro que un primer parcial de física, del que todos salimos bastante contentos. Un poco confusos ya que las preguntas habían sido raras, pero todos más o menos confiados en que no lo habíamos hecho mal, incluso algunos convencidos de que lo habían hecho bien. Extrañamente física era una asignatura que se daba en grupos pequeños, de unos 25 o 30 alumnos por clase, en lugar de ser una asignatura que se diera en una de las aulas grandes, con todos, con los casi, o más, de 300 alumnos que debíamos de ser en primero. Digo extrañamente ya que nunca me quedo claro cuál era el criterio para que una asignatura se decidiera dar en una clase grande o en una clase pequeña, es decir todos (o la mitad) juntos, o todos separados en pequeños grupos. A veces daba la sensación de que las asignaturas importantes eran las que se daban en clases pequeñas, por aquello de contar con una atención más individual y más seguimiento mientras que las asignaturas menos importantes se daban en las clases grandes con todos agrupados ya que no importaba que prestáramos menos atención; aunque igual era simplemente que algunas asignaturas tenían suficientes profesores para separarnos en clases y en otras había suerte si había un profesor para todos. Lo que está claro es que no era la calidad de los profesores, como uno podría pensar, y que cuando había un profesor que verdaderamente estaba a años luz del resto se daba la clase en un aula grande ya que, al menos yo he tenido profesores claramente brillantes y claramente incapaces en un “aula grande” y he tenido clase en un aula pequeña en la que el profesor estaba a años luz de profesor del aula de al lado (a veces, con la suerte de que estaba por delante y a veces por detrás). No se, esto siempre ha sido un misterio a resolver pero que carece de importancia y divago.

El caso es que unas semanas después del examen, con las navidades cerca, el profesor decidió leer las notas en voz alta, antes de exponer las mismas en el tablón de anuncios – practica que servía para que todo el mundo supiera lo negado que eras, o supongo, que en otros casos, lo excelente que eras; y sobre todo para no perder el tiempo en clase leyendo una lista de nombres interminable, algo que he de comentar no parecía preocuparle el hombre verde, nuestro profesor de topografía y llamado así ya que era tan viejo y pellejo porque todo él tenía un color verduzco por que se le trasparentaban todas las venas (extrañamente, no así las arterias que como todo el mundo sabe dan otra tonalidad más sana) y que pasaba lista al principio de todas las clases que daba en aula grande, leyendo con infinita paciencia casi trescientos nombres con lo que le quedaba poco tiempo para contarnos los secretos y arcanos de aquella técnica completamente manual en aquellos días pre sistemas de posicionamiento global que supongo tenía el sentido de hacernos sentir como constructores de pirámides con batallones de esclavos a nuestras ordenes colocando piedras y tomando medidas – y empezó a repasar la lista de apellidos. Así que allí estaba – sería incapaz de decir el nombre de este profesor y mucho menos de clasificarlo – diciendo nombres y la correspondiente nota: “Marina, 7; Montoya; 6; Nistal, 7, Ortueta, 4; Recio, 3… “ y todos mirábamos a los mencionados, a nuestros amigos, y nos decíamos “Pues no va mal, no ha sido tan difícil. Esto no va a ser tan duro como nos contaban”, aunque alguno murmuraba que le parecía muy baja que el merecía mucha más nota, que iría a revisión porque no le parecía justo (sospecho que Nistal, aunque no puedo jurarlo y seguramente es solo maledicencia por ser años después el inventor del famoso, a la vez que despreciable, método Nistal para aprobar en las revisiones de examen, y porque además todos son nombre inventados que solo de casualidad coinciden con los de conocidos míos). Pero de repente el profesor va y dice “… Niño, 78…”  y fue entonces, cuando el contexto de las notas se manifestó, cuando comprendimos la realidad, la magnitud de la tragedia (que dirían los horteras o los locutores de televisión), la dura realidad (que también dirían algunos personajillos); no jodas, que el profesor estaba puntuando sobre 100 y no sobre 10 como estúpidamente habíamos supuesto todos, admitiendo que era la nota que esperábamos, o a lo mejor, un poco más, pero no mucho (ya, soy consciente de que tendría que haber mencionado a Niño mucho antes, o que podría haberme inventado otro nombre que no tuviera relación con nadie, pero casi seguro que Niño, este inventando Niño y no Paco Niño, fue el primero que supero la frontera de los 10 puntos en ese parcial; el primero y posiblemente el único). No, nuestras notas eran diez veces inferiores a las que nos creíamos que nos merecíamos, en algunos casos, ya digo que algunos creían haberlo hecho mejor, mucho menos.

Pues eso es lo que pasa con esta entrada, que parece que por escribir el día 2 voy bien pero realmente no voy tan bien en mis planes de escritura. Pero, habiéndoos dejado con la duda de cuál es el método Nistal – nada que ver con ese Nistal que era compañero de clase y posteriormente “querido amigo y compañero” que conste – paso a comentar las lecturas de este último noviembre (que no han sido muchas, más bien pocas) para poder, en breve, pasar a las lecturas del ultimo diciembre (que es lo que debería estar haciendo ahora y que sí que han sido muchas) e incluso, así, a lo loco, a escribir de otras cosas que no sean libros.

Ya, ya sé que nadie debería leer por obligación, que leer es una actividad placentera y que no debería haber motivos para leer algo que no te apetece. Lo sé, lo predico y me gustaría practicarlo, pero la verdad es que no lo hago. Tengo demasiadas manías, estúpidas razones podríamos decir, para coger algunos libros y leérmelos como ya he comentado otras veces que me llevan a coger – comprar – libros que no me interesan nada y que estoy casi seguro de que no me van a gustar. No, no voy a repasarlas todas ahora. El caso es que cogí, en mi librería de referencia de la capital – la librería Méndez de la calle mayor, a la que por fin ha vuelto el hermano menor, tras su ERTE y otras complicaciones adicionales a nivel personal que le han tenido jodidillo en estos últimos, me gustaría decir meses, pero ya son casi años, lo que es una alegría (lo de la vuelta, no lo de que sean años en lugar de meses, ni, mucho menos, que haya estado jodidillo) – ese El nombre de los tontos esta escrito en todas partes.  La verdad es que, pese a todos, lo empecé con ganas ya que tenía pinta de autobiográfico y paródico, pero en seguida me desfondé. La verdad es que la historia de un grupo musical infantil, tipo parchís, dejo de interesarme enseguida. Tanto fue así que lo deje de leer hacia la mitad, cuando todavía parecía que se iba a quedar en la historia del grupo infantil. Luego, a final de mes, por la ausencia de reservas de lectura lo volví a coger, ya, eso sí, con pocas ganas, pero, tal vez por la carencia de otras posibilidades, empecé a cogerle el tranquillo y al final sin llegar a poder decir que me haya gustado tampoco creo que sea para dejarlo a medias sin leer. Poco más puedo decir ya que no tiene nada especial.

Como ya digo, a veces tengo motivos absurdos para coger un libro que se, a priori, que va a ser difícil que me guste. Este fue también el caso de El gran farol, que es un libro básicamente autobiográfico de una psicóloga que se convierte en campeona de póker (en la modalidad Texas Hold’em) y que cogí pensando en mi sobrino Rafita, que como muchos ha pasado – espero que esta sea la forma verbal correcta, aunque tengo mis dudas – por esa fase en la que uno confía en poderse hacer rico con los juegos de pseudo azar y llevar una vida tranquila viajando de casino en casino disfrutando de ganancias sin límite en un ambiente de lujo para acabar retirándose antes de los treinta en su propia isla privada (vamos lo que viene siendo montarse una película para nada realista). Es verdad que esta es la historia de alguien que empieza a jugar al póker tarde y pese a todo consigue tener éxito (ganando algo de dinero por el camino) y que en cierta manera puede servir de incitación a dejarlo todo y dedicarse a esto. Supongo que se podría leer así, ya que al fin y al cabo cada uno lee lo que quiere leer y deja de leer lo que le apetece, como la dedicación necesaria requerida, la necesidad de tener una buena base económica y los problemas de dedicarse a esta actividad.

La verdad es que es un libro de lectura pesada, para nada centrado en como jugar al póker, y que no tiene especial interés desde el punto de vista del juego, si bien si tiene algunas apreciaciones relacionadas con el juego, o en general con la vida, que suscribo como al hablar de las rachas de suerte (mala y buena) que “Mucha gente ignora que lo mejor que podemos hacer es tomar las mejores decisiones con la información de la que disponemos; el resultado no importa. Si eres capaz de elegir con inteligencia, deberías hacerlo una y otra vez. Centrase en la falta de suerte es toxico y aunque no le eches la mierda a otro, envenena tu mente y te incapacita para tomar decisiones lucidas en el futuro.” Esto es algo en lo que sí que creo, las cartas pueden ser buenas o malas, pero tú tienes que jugarlas con inteligencia, con toda la que tengas, siempre, y entender que no es lo mismo tener unas cartas en un momento que en otro, lo más difícil es usar la inteligencia cuando la información es limitada (es decir, siempre).

En otro momento del libro me habría gustado sentirme identificado, ya que me habría gustado que ese “Se ha demostrado que las evaluaciones de los profesores, por ejemplo, no son correlativas al aprendizaje del alumno: a veces, los profesores más populares no son los mejores profesores y aquellos que obtienen peores evaluaciones son, en realidad, mucho más competentes y acaban enseñando muchas más cosas a sus alumnos, según valoraciones objetivas.” se me hubiera podido aplicar en las veces que di clase en la Escuela de Organización Industrial (EOI) y que los alumnos me evaluaron, bastante deficientemente debo decir (lamentablemente la evaluación fue reciproca y empecé suspendiendo a todos ellos, antes de conocer su evaluación, debo añadir) demostrando que ni era popular sino que además no debía de ser buen profesor ya que no aprendieron casi nada (para contar toda la verdad tras suspenderlos a todos, me obligaron a realizar otro examen, preparado para que pudieran aprobar aunque no hubieran aprendido mucho). Si, aquello (lo de la evaluación) me dolió, me hubiera gustado ser un buen profesor, pero parece que carezco de la paciencia suficiente para soportar la estupidez de la media de las personas; eso, o cualquier otra causa. ¿Quién sabe? Es como la duda que se plantea en el libro cuando reflexiona sobre las bandas que tocan en el Hard Rock Café de Macao “Nunca se te hubiera ocurrido pensar como sonarían las Goo Goo Dolls si la cantante tuviese acento chino y la banda no supiese tocar”. Bueno, nunca te lo habrías planteado si no hubieras pasado algunas noches concretas en el Wurlitzer Ballroom, escuchando a bandas que te hacen plantearte dudas igual de existenciales.

Piranesi, fue otra novela que cogí porque tenía un buen recuerdo de la única novela (un tocho de muchas, muchas páginas) de la autora, pero, que ahora, tras la lectura de esta novela corta me hace replantearme la opinión. No es que me haya parecido mala, es que me ha parecido innecesaria; totalmente innecesaria. De verdad, nada bueno puedo decir de ella; salvo que no pienso releerme la primera para revisar mi opinión. Hasta eso me da pereza ahora mismo.


Coger Alguien como tú, no necesita explicación ni justificación: es una novela de Hornby (nombre que me cuesta escribir y al que siempre añado una s, vete a a saber porque) y las novelas de Hornby siempre van sobre relaciones y siempre, casi siempre, son buenas. A veces son mejores, a veces son peores, pero siempre tienen un punto (además, si mi memoria no me engaña – algo a lo que es aficionada – creo que estos post de las lecturas mensuales nacen a imitación de un libro suyo. No, no recuerdo cual, pero me suena que lo comente con el pintor en aquellos, ya lejanos, tiempos en que tomábamos café y charlábamos de cosas). En este el problema de la relación se centra, básicamente, pero entre otras cosas, en la diferencia de edad entre los dos miembros de la pareja (él y ella aclaro ya que últimamente es casi raro el ver parejas heterosexuales en los libros), que además van y son de distinto color. Obviamente esto lo hace un poco más particular que las parejas más normales con la que uno se puede sentir más identificado de otras novelas suyas.

Mi frase favorita es una que casi podría haber pronunciado la presidenta IDA  (de sus iniciales, no de su estado mental) “De modo que esa era la verdadera razón por la que la gente del barrio no iba a las tiendas del barrio, pese a todas las proclamas en sentido contrario: la gente del barrio se acostaba con gente que trabajaba en el barrio y después, cuando la cosa se torcía, les daba demasiada vergüenza volver a aparecer por allí.” ya que está en su línea de virtudes destacables de la capital del reino “como poder hacer tu vida sin encontrarte a tu ex” y que yo no descarto como una reflexión interesante.

Por supuesto también es interesante su analogía entre dependencias de las nuevas generaciones y de las anteriores, y como se pueden reconocer ambas por gestos parecidos: “Nunca hasta entonces se había considerado un adicto al aparato, pero recordaba como describió su padre en una ocasión su adicción a los cigarrillos: «Bajo la mirada y tengo un pitillo en la mano y ni siquiera sé cómo ha llegado allí».” Sí, creo que esto le pasa ahora a la gente y como el protagonista estoy seguro de que sería bueno que se plantearan “Tal vez debería empezar a fumar. Si fumara, podría levantarse y salir al jardín trasero”. Algo que muchas veces sería mejor, por lo menos para un fumador como yo, que ver a alguien que está contigo concentrado en otra actividad con su teléfono que le absorbe totalmente. Y no, aunque yo fumo, no estoy abogando por el fumar (o tal vez si, como mal menor). Creo que nadie debería empezar a fumar. Es una estupidez.

Para mí ya es tarde, y aquí más que a fumar, hablo en un sentido más amplio, por lo que os dejo que en breve tendré que empezar con las lecturas de diciembre. Vosotros, pues eso ¡divertíos asaltando el castillo!

 

Lecturas

El nombre de los tontos está escrito en todas partes – Pablo Carbonell

El gran farol - Maria Konnikova

Piranesi – Susana Clarke

Alguien como tú - Nick Hornby