Hoy es domingo, 2 de enero de 2022 y aquí estoy escribiendo mi crónica de libros. En principio esto parecería indicar que voy bien con mis planes de escribir a primeros de mes – algo bastante necesario para no olvidarme de lo que he leído – e incluso parece prometer que este mes conseguiría cumplir mi propósito de año nuevo (del año pasado) y dejarme tiempo para escribir de otras cosas a lo largo del mes. Sí, eso es lo que podría parecer si no fuera por el pequeño, insignificante, detalle de que no estoy escribiendo sobre los libros del último mes, si no que estoy escribiendo sobre mis lecturas de noviembre. Dios, cada día soy más desastre y pese a que cada día me apetece más escribir (hay ratos en los que me encuentro pensando en historietas del abuelete que contar, dándole vueltas en mi cabeza e intentando con poco éxito situarlas en un marco temporal correcto.) pero al final siempre surge algo que me retrasa. Unas veces es porque me he pasado la tarde escribiendo informes y ya estoy cansado de mirar a esta pantalla y otras por cualquier motivo igual de estúpido o incluso por ese vicio de ponerme a leer.
En cualquier caso, esto de las falsas impresiones, por falta
de un contexto completo, me ha recordado a uno de los primeros exámenes que
hicimos en la Escuela, casi seguro que un primer parcial de física, del que
todos salimos bastante contentos. Un poco confusos ya que las preguntas habían
sido raras, pero todos más o menos confiados en que no lo habíamos hecho mal,
incluso algunos convencidos de que lo habían hecho bien. Extrañamente física
era una asignatura que se daba en grupos pequeños, de unos 25 o 30 alumnos por
clase, en lugar de ser una asignatura que se diera en una de las aulas grandes,
con todos, con los casi, o más, de 300 alumnos que debíamos de ser en primero.
Digo extrañamente ya que nunca me quedo claro cuál era el criterio para que una
asignatura se decidiera dar en una clase grande o en una clase pequeña, es
decir todos (o la mitad) juntos, o todos separados en pequeños grupos. A veces
daba la sensación de que las asignaturas importantes eran las que se daban en
clases pequeñas, por aquello de contar con una atención más individual y más
seguimiento mientras que las asignaturas menos importantes se daban en las
clases grandes con todos agrupados ya que no importaba que prestáramos menos
atención; aunque igual era simplemente que algunas asignaturas tenían
suficientes profesores para separarnos en clases y en otras había suerte si
había un profesor para todos. Lo que está claro es que no era la calidad de los
profesores, como uno podría pensar, y que cuando había un profesor que
verdaderamente estaba a años luz del resto se daba la clase en un aula grande
ya que, al menos yo he tenido profesores claramente brillantes y claramente
incapaces en un “aula grande” y he tenido clase en un aula pequeña en la que el
profesor estaba a años luz de profesor del aula de al lado (a veces, con la
suerte de que estaba por delante y a veces por detrás). No se, esto siempre ha
sido un misterio a resolver pero que carece de importancia y divago.
El caso es que unas semanas después del examen, con las
navidades cerca, el profesor decidió leer las notas en voz alta, antes de
exponer las mismas en el tablón de anuncios – practica que servía para que todo
el mundo supiera lo negado que eras, o supongo, que en otros casos, lo
excelente que eras; y sobre todo para no perder el tiempo en clase leyendo una
lista de nombres interminable, algo que he de comentar no parecía preocuparle
el hombre verde, nuestro profesor de topografía y llamado así ya que era tan
viejo y pellejo porque todo él tenía un color verduzco por que se le
trasparentaban todas las venas (extrañamente, no así las arterias que como todo
el mundo sabe dan otra tonalidad más sana) y que pasaba lista al principio de
todas las clases que daba en aula grande, leyendo con infinita paciencia casi
trescientos nombres con lo que le quedaba poco tiempo para contarnos los
secretos y arcanos de aquella técnica
completamente manual en aquellos días pre sistemas de posicionamiento global
que supongo tenía el sentido de hacernos sentir como constructores de pirámides
con batallones de esclavos a nuestras ordenes colocando piedras y tomando
medidas – y empezó a repasar la lista de apellidos. Así que allí estaba – sería
incapaz de decir el nombre de este profesor y mucho menos de clasificarlo – diciendo
nombres y la correspondiente nota: “Marina,
7; Montoya; 6; Nistal, 7, Ortueta, 4; Recio, 3… “ y todos mirábamos a los
mencionados, a nuestros amigos, y nos decíamos “Pues no va mal, no ha sido tan difícil. Esto no va a ser tan duro como
nos contaban”, aunque alguno murmuraba que le parecía muy baja que el
merecía mucha más nota, que iría a revisión porque no le parecía justo (sospecho
que Nistal, aunque no puedo jurarlo y seguramente es solo maledicencia por ser
años después el inventor del famoso, a la vez que despreciable, método Nistal
para aprobar en las revisiones de examen, y porque además todos son nombre
inventados que solo de casualidad coinciden con los de conocidos míos). Pero de
repente el profesor va y dice “… Niño, 78…” y fue entonces, cuando el contexto de las
notas se manifestó, cuando comprendimos la realidad, la magnitud de la tragedia
(que dirían los horteras o los locutores de televisión), la dura realidad (que
también dirían algunos personajillos); no jodas, que el profesor estaba
puntuando sobre 100 y no sobre 10 como estúpidamente habíamos supuesto todos,
admitiendo que era la nota que esperábamos, o a lo mejor, un poco más, pero no
mucho (ya, soy consciente de que tendría que haber mencionado a Niño mucho
antes, o que podría haberme inventado otro nombre que no tuviera relación con
nadie, pero casi seguro que Niño, este inventando Niño y no Paco Niño, fue el
primero que supero la frontera de los 10 puntos en ese parcial; el primero y
posiblemente el único). No, nuestras notas eran diez veces inferiores a las que
nos creíamos que nos merecíamos, en algunos casos, ya digo que algunos creían
haberlo hecho mejor, mucho menos.
Pues eso es lo que pasa con esta entrada, que parece que por
escribir el día 2 voy bien pero realmente no voy tan bien en mis planes de
escritura. Pero, habiéndoos dejado con la duda de cuál es el método Nistal –
nada que ver con ese Nistal que era compañero de clase y posteriormente “querido amigo y compañero” que conste –
paso a comentar las lecturas de este último noviembre (que no han sido muchas,
más bien pocas) para poder, en breve, pasar a las lecturas del ultimo diciembre
(que es lo que debería estar haciendo ahora y que sí que han sido muchas) e
incluso, así, a lo loco, a escribir de otras cosas que no sean libros.
Ya, ya sé que nadie debería leer por obligación, que leer es
una actividad placentera y que no debería haber motivos para leer algo que no
te apetece. Lo sé, lo predico y me gustaría practicarlo, pero la verdad es que
no lo hago. Tengo demasiadas manías, estúpidas razones podríamos decir, para
coger algunos libros y leérmelos como ya he comentado otras veces que me llevan
a coger – comprar – libros que no me interesan nada y que estoy casi seguro de
que no me van a gustar. No, no voy a repasarlas todas ahora. El caso es que
cogí, en mi librería de referencia de la capital – la librería Méndez de la calle mayor, a la que por fin ha vuelto el hermano menor, tras su ERTE y otras
complicaciones adicionales a nivel personal que le han tenido jodidillo en
estos últimos, me gustaría decir meses, pero ya son casi años, lo que es una
alegría (lo de la vuelta, no lo de que sean años en lugar de meses, ni, mucho
menos, que haya estado jodidillo) – ese El
nombre de los tontos esta escrito en todas partes. La verdad es que, pese a todos, lo empecé con
ganas ya que tenía pinta de autobiográfico y paródico, pero en seguida me desfondé.
La verdad es que la historia de un grupo musical infantil, tipo parchís, dejo
de interesarme enseguida. Tanto fue así que lo deje de leer hacia la mitad,
cuando todavía parecía que se iba a quedar en la historia del grupo infantil.
Luego, a final de mes, por la ausencia de reservas de lectura lo volví a coger,
ya, eso sí, con pocas ganas, pero, tal vez por la carencia de otras
posibilidades, empecé a cogerle el tranquillo y al final sin llegar a poder
decir que me haya gustado tampoco creo que sea para dejarlo a medias sin leer.
Poco más puedo decir ya que no tiene nada especial.
Como ya digo, a veces tengo motivos absurdos para coger un
libro que se, a priori, que va a ser difícil que me guste. Este fue también el
caso de El gran farol, que es un
libro básicamente autobiográfico de una psicóloga que se convierte en campeona
de póker (en la modalidad Texas Hold’em)
y que cogí pensando en mi sobrino Rafita, que como muchos ha pasado – espero
que esta sea la forma verbal correcta, aunque tengo mis dudas – por esa fase en
la que uno confía en poderse hacer rico con los juegos de pseudo azar y llevar una vida tranquila viajando de casino en
casino disfrutando de ganancias sin límite en un ambiente de lujo para acabar
retirándose antes de los treinta en su propia isla privada (vamos lo que viene
siendo montarse una película para nada realista). Es verdad que esta es la
historia de alguien que empieza a jugar al póker tarde y pese a todo consigue
tener éxito (ganando algo de dinero por el camino) y que en cierta manera puede
servir de incitación a dejarlo todo y
dedicarse a esto. Supongo que se podría leer así, ya que al fin y al cabo cada
uno lee lo que quiere leer y deja de leer lo que le apetece, como la dedicación
necesaria requerida, la necesidad de tener una buena base económica y los
problemas de dedicarse a esta actividad.
La verdad es que es un libro de lectura pesada, para nada
centrado en como jugar al póker, y que no tiene especial interés desde el punto
de vista del juego, si bien si tiene algunas apreciaciones relacionadas con el
juego, o en general con la vida, que suscribo como al hablar de las rachas de
suerte (mala y buena) que “Mucha gente
ignora que lo mejor que podemos hacer es tomar las mejores decisiones con la
información de la que disponemos; el resultado no importa. Si eres capaz de
elegir con inteligencia, deberías hacerlo una y otra vez. Centrase en la falta
de suerte es toxico y aunque no le eches la mierda a otro, envenena tu mente y
te incapacita para tomar decisiones lucidas en el futuro.” Esto es algo en
lo que sí que creo, las cartas pueden ser buenas o malas, pero tú tienes que
jugarlas con inteligencia, con toda la que tengas, siempre, y entender que no
es lo mismo tener unas cartas en un momento que en otro, lo más difícil es usar
la inteligencia cuando la información es limitada (es decir, siempre).
En otro momento del libro me habría gustado sentirme
identificado, ya que me habría gustado que ese “Se ha demostrado que las evaluaciones de los profesores, por ejemplo,
no son correlativas al aprendizaje del alumno: a veces, los profesores más
populares no son los mejores profesores y aquellos que obtienen peores
evaluaciones son, en realidad, mucho más competentes y acaban enseñando muchas
más cosas a sus alumnos, según valoraciones objetivas.” se me hubiera
podido aplicar en las veces que di clase en la Escuela de Organización
Industrial (EOI) y que los alumnos me evaluaron, bastante deficientemente debo
decir (lamentablemente la evaluación fue reciproca y empecé suspendiendo a
todos ellos, antes de conocer su evaluación, debo añadir) demostrando que ni
era popular sino que además no debía de ser buen profesor ya que no aprendieron
casi nada (para contar toda la verdad tras suspenderlos a todos, me obligaron a
realizar otro examen, preparado para que pudieran aprobar aunque no hubieran
aprendido mucho). Si, aquello (lo de la evaluación) me dolió, me hubiera
gustado ser un buen profesor, pero parece que carezco de la paciencia
suficiente para soportar la estupidez de la media de las personas; eso, o
cualquier otra causa. ¿Quién sabe? Es como la duda que se plantea en el libro
cuando reflexiona sobre las bandas que tocan en el Hard Rock Café de Macao “Nunca
se te hubiera ocurrido pensar como sonarían las Goo Goo Dolls si la cantante
tuviese acento chino y la banda no supiese tocar”. Bueno, nunca te lo
habrías planteado si no hubieras pasado algunas noches concretas en el
Wurlitzer Ballroom, escuchando a bandas que te hacen plantearte dudas igual de
existenciales.
Piranesi, fue
otra novela que cogí porque tenía un buen recuerdo de la única novela (un tocho
de muchas, muchas páginas) de la autora, pero, que ahora, tras la lectura de
esta novela corta me hace replantearme la opinión. No es que me haya parecido
mala, es que me ha parecido innecesaria; totalmente innecesaria. De verdad,
nada bueno puedo decir de ella; salvo que no pienso releerme la primera para
revisar mi opinión. Hasta eso me da pereza ahora mismo.
Coger Alguien como tú,
no necesita explicación ni justificación: es una novela de Hornby (nombre que me cuesta escribir y al que siempre añado una s,
vete a a saber porque) y las novelas de Hornby
siempre van sobre relaciones y siempre, casi siempre, son buenas. A veces
son mejores, a veces son peores, pero siempre tienen un punto (además, si mi
memoria no me engaña – algo a lo que es aficionada – creo que estos post de las
lecturas mensuales nacen a imitación de un libro suyo. No, no recuerdo cual,
pero me suena que lo comente con el pintor en aquellos, ya lejanos, tiempos en
que tomábamos café y charlábamos de cosas). En este el problema de la relación
se centra, básicamente, pero entre otras cosas, en la diferencia de edad entre
los dos miembros de la pareja (él y ella aclaro ya que últimamente es casi raro
el ver parejas heterosexuales en los libros), que además van y son de distinto
color. Obviamente esto lo hace un poco más particular que las parejas más normales con la que uno se puede sentir
más identificado de otras novelas suyas.
Mi frase favorita es una que casi podría haber pronunciado
la presidenta IDA (de sus iniciales, no
de su estado mental) “De modo que esa era
la verdadera razón por la que la gente del barrio no iba a las tiendas del
barrio, pese a todas las proclamas en sentido contrario: la gente del barrio se
acostaba con gente que trabajaba en el barrio y después, cuando la cosa se
torcía, les daba demasiada vergüenza volver a aparecer por allí.” ya que
está en su línea de virtudes destacables de la capital del reino “como poder hacer tu vida sin encontrarte a
tu ex” y que yo no descarto como una reflexión interesante.
Por supuesto también es interesante su analogía entre
dependencias de las nuevas generaciones y de las anteriores, y como se pueden
reconocer ambas por gestos parecidos: “Nunca
hasta entonces se había considerado un adicto al aparato, pero recordaba como
describió su padre en una ocasión su adicción a los cigarrillos: «Bajo la mirada y tengo un pitillo en la mano
y ni siquiera sé cómo ha llegado allí».” Sí, creo que esto le pasa ahora a la
gente y como el protagonista estoy seguro de que sería bueno que se plantearan “Tal vez debería empezar a fumar. Si fumara,
podría levantarse y salir al jardín trasero”. Algo que muchas veces sería mejor,
por lo menos para un fumador como yo, que ver a alguien que está contigo
concentrado en otra actividad con su teléfono que le absorbe totalmente. Y no,
aunque yo fumo, no estoy abogando por el fumar (o tal vez si, como mal menor).
Creo que nadie debería empezar a fumar. Es una estupidez.
Para mí ya es tarde, y aquí más que a fumar, hablo en un sentido más
amplio, por lo que os dejo que en breve tendré que empezar con las lecturas de
diciembre. Vosotros, pues eso ¡divertíos asaltando el castillo!
Lecturas
El nombre de los tontos está escrito en todas partes – Pablo
Carbonell
El gran farol - Maria Konnikova
Piranesi – Susana Clarke
Alguien como tú - Nick Hornby