Pues aquí estoy a día 17 de diciembre, a mitad de camino entre lo que sería normal y lo que viene siendo habitual, pero intentando cumplir con mi resolución de año nuevo. Para lo que os halláis perdido en esta frase, aclaro: lo normal sería que escribiera mi comentario de textos en la primera semana del mes (a mes vencido, pero al principio); lo que viene siendo habitual es que escriba al final del mes, o incluso en el principio del siguiente; y mi resolución de año nuevo es la de intentar escribir, por lo menos, dos veces al mes, una sobre las lecturas y otras sobre el motivo original de este blog; “usease” yo mismo, mis recuerdos, aventuras o paranoias varias.
De momento no puede decirse que vaya ni bien ni mal en mi resolución
de año nuevo ya que todo dependerá de las próximas semanas, o incluso del
próximo mes (o realmente meses ya que es una resolución a largo plazo). Ya
veremos cómo se desarrollan las cosas.
De momento poco os puedo contar especialmente interesante, salvo que hasta ayer no limpiaron la nieve de mi calle (bueno, de la calzada de mi calle; que en la acera la habían “amontonado” los porteros, conserjes y propietarios de negocios para abrir camino a los vecinos y/o compradores, que a mí no me queda claro si vivimos en un mundo solidario o simplemente capitalista) que llego a tener este aspecto:
No es que a mí me haya afectado especialmente este tema de la nieve, el único cambio de verdad ha sido en mi calzado ya que he aprovechado para utilizar las botas de seguridad obreril que tenía casi sin estrenar desde que me las regalaron como equipamiento básico para realizar mi trabajo de ingeniero de oficina en Nueva Zelanda (para que necesitaba, con urgencia, ya que fue de lo primero que me dieron, un equipamiento de seguridad como este – que incluía hasta gafas de sol de protección – un ingeniero de oficina como yo es algo que sigue siendo un misterio).
Un cambio más sutil es que me he dado cuenta de cómo ha
cambiado mi percepción de la nieve (no, no me refiero a que ahora sea la
señorita Smila y tenga una extraña percepción de la nieve, libro que podría
recomendaros si yo fuera de esos que recomiendan libros, no, no es eso).
Cuando era pequeño, hasta la pre adolescencia digamos, la
nieve era algo que formaba parte normal de mi vida, algo que pasaba todos los
años y que yo esperaba con interés para poder subir a esquiar los fines de
semana. Es verdad que de vez en cuando se veía en la ciudad, tengo recuerdos de
ver todo Madrid nevado, especialmente el parquecito que había delante de
nuestra casa de Viriato, e incluso recuerdos de guerras de bolas de nieve en
ambos patios del colegio de la calle Guadiana. Puede que incluso nevara en
cantidades similares o superiores (al parecer hay que recordar el 77 no solo
como el nacimiento oficial del punk sino como una gran nevada en Madrid), pero
no tengo la sensación de que interrumpiera la vida normal como lo ha hecho
esta.
Para mí el único cambio era que la actividad principal del sábado cambiaba de ir a jugar al futbol a Villalba a subir a esquiar a Navacerrada, pasar el día esquiando con una sola pausa breve para comernos un bocadillo que llevábamos preparado de casa en papel albal y coger el autobús hasta Villalba para cambiarnos quitarnos toda la ropa empapada (aún no se habían inventado las fibras impermeables como el Goretex y uno volvía lleno de nieve desde la cabeza a los pies) comprar chocolatinas Milka de chocolate blanco para reponer energía y sobre todo comer naranjas.
Ya, parece una actividad rara, esa de comer naranjas, pero el caso es
que en aquellos años todavía existía El Puig, la finca familiar en valencia, y
yo diría que todas las semanas recibíamos un par de cajones gigantes de
excelentes naranjas de mesa (no como las de ahora he de añadir para demostrar
mi edad, mi nostalgia de la infancia y también por ser fiel a la realidad) así
que en casa siempre sobraban naranjas por lo que nuestra madre (supongo, o más
posiblemente nosotros mismos) siempre nos preparábamos una bolsa con diez o
doce naranjas lo que nos permitía poder compartirlas con los amigos sin tener
que preocuparnos porque nuestra generosidad nos dejara sin naranjas suficientes
para saciar el apetito y la sed de después de esquiar. Para mi esquiar siempre
ha sido un preludio a comer naranjas como un poseso, eso sí, sin llegar a ser
como mi abuelo Elías al que recuerdo a la hora del postre escogiendo naranjas
de una fuente gigante, poniendo, tras grandes debates internos, nunca menos de
cinco seleccionadas para ir comiéndoselas por orden de una forma tan metódica
que cualquier psicópata televisivo o cinematográfico envidiara.
Cuando deje de esquiar, al cambiar los deportes por otras
actividades más formadoras del espíritu personal y seguramente menos del
espíritu nacional (también en parte por el miedo provocado por una serie de
accidentes, o incidentes más bien ya que tener accidentes esquiando es difícilmente clasificable de accidente siendo mas o menos consustancial al hecho, asociados a la nieve de los que, ya, si eso,
hablamos otro día), solo tengo recuerdos sueltos de la nieve en Madrid, como
aquel año en el que me tuvieron que escayolar un pie (bueno, solo el dedo
meñique, que puede parecer inútil pero que es verdaderamente importante para el
equilibrio) y un par de días después se puso a nevar a modo u manera dejando
toda la ciudad universitaria (seguramente también el resto de la ciudad) cubierta
de nieve durante varios días, días que yo tenía que seguir acudiendo a clase
con mi pie escayolado (además de una brecha en la ceja, de la que, ya, si eso,
hablamos otro día junto con aquel accidente y las reacciones de mis familiares
al mismo) cogiendo el G en Moncloa y cruzando el aparcamiento de Caminos – una
estepa siberiana y asfaltada de dimensiones suficientes por la que, vacío,
podrías dejar que condujera por la misma hasta el mismísimo Ray Charles, o incluso el propio Maradona
en plena campaña de “simplemente di no”, sin colisionar con nada a toda
velocidad – esquivando coches, motos y compañeros de estudios con mayor o menor
acierto.
Alejado de la nieve de temporada – de la temporada de esquí
– mi siguiente recuerdo de la nieve ya es de un viaje, en Maine (Waterville,
creo recordar que se llamaba el pueblo en el que estaba destinado Rafa) donde
Barcina y yo visitamos a Rafa, aprovechando para descubrir el color local y las
actividades de fin de semana de los aborígenes de esas tierras una vez
motorizados, consistentes, entre otras más increíbles, en hacer derrapar sus coches
en los aparcamientos de la zona entre cerveza y cerveza; confirmamos, a
instancias de Rafa, que Stephen King es un tipo sin imaginación, que
básicamente es un escritor realista en un sentido Galdosiano; aprovechamos para demostrar la incompetencia
de dos Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos (uno de ellos número uno de la
promoción) para estimar la escala de un mapa decidiendo ir a visitar Canadá,
Quebec, como si estuviera un poco más
lejos de Waterville que Toledo de Madrid y pudiéramos hacer un viaje que
incluía muchas cosas más en poco más de un día; e incluso caminamos por la
nieve que cubría no las aceras de aquella ciudad universitaria, que no había,
sino las calzadas, sin que nadie hiciera nada al respecto ni se inmutara para
ir, con una resaca de sobresaliente, a contarles cosas de España y de nuestras
impresiones de los Estados Unidos a los alumnos de Rafa, cuya resaca era tan
grande que con tal de no dar clase le pareció una idea excelente este plan que
se inventó, y del que nos convenció, o al que nos obligó sería mejor decir, a
altas horas de la madrugada. (la verdad es que luego pasamos una tarde muy
agradable leyendo, con cervezas y whiskies, las redacciones de los alumnos
realizaron sobre nuestra visita y sobre nosotros mismos, sorprendidos –
gratamente – de que algunos, más de uno, nos considerara Hell’s Angels entre otras cosas que, ya, si eso, comentaremos otro
día). El caso es que pese a ser nieve en una ciudad universitaria no soy capaz
de pensar en ella como nieve en un entorno urbano como, digamos, Madrid.
Como digo, nada que ver entre esa nevada y esta.
Unos años más tarde volví a convivir con la nieve en el
entorno urbano de Sunny Braila, en
Rumania, donde pasé prácticamente casi un año (bueno, yendo y viniendo cada
quince o veinte días), donde cuando nevaba la nieve sencillamente se convertía
en parte de la ciudad y nadie parecía preocuparse de quitarla, ni de las aceras,
ni de las calzadas ni de las carreteras (lo que convertía el viaje en coche
desde Bucarest a Braila en una actividad a la que era mejor enfrentarse con los
ojos cerrados y fe ciega en Catalin, nuestro conductor, y en sus cambios a lo
que debía ser el carril central de la autovía, que allí es de uso común para
los dos sentidos de circulación pero podía ser la mitad de la estepa). Allí la
gente convivía con la nieve, caminando por encima de ella prácticamente sin
percatarse de su existencia igual que convivían con el frio (menos veinte
grados no era raro) sin renunciar las mujeres a las transparencias, que debían
considerar la cumbre del capitalismo, a las minifaldas, las medias de rejilla y
en general a ir vestidas como si fueran a un coctel de lujo.
Pese a que recuerdo Braila, también Bucarest, cubierta de nieve (cuando era la época, el resto del año en Braila, a orillas de la desembocadura del Danubio, hacía un calor pegajoso y estaba llena de mosquitos como si fuera la Albufera en verano, lo que era claramente peor) no tengo recuerdo de haber visto nunca una máquina quitanieves ni a operarios, propietarios o vecinos, quitando la nieve para abrir caminos a casas, tiendas, bares o centros oficiales. Alli no era necesario forma brigadas voluntarias u obligadas para limpiar. No, allí simplemente andabas por encima de ella como andabas cuando no la había, tal vez con un poco más de cuidado o un poco más despacio pero no pasaba nada, ibas al bar, las tiendas estaban abastecidas y todo era normal.
Bueno, si recuerdo un viaje de Bucarest a Braila que tuvimos que hacer en tren porque a Catalin le prohibieron (los ingleses que nos contrataban) ir a Bucarest a buscarnos por estar las carreteras intransitables según las autoridades y recuerdo que cuando nos recogió en la estación no paraba de despotricar, diciendo que el podría habernos ido a buscar perfectamente y que no había que fiarse de las autoridades y que los ingleses eran unas nenazas que no había ningún problema, que solo había un poco de nieve. Yo no es por darle la razón a nuestros jefes ingleses, ni a la autoridad, pero la verdad es que, en todo el viaje en tren, desde la ventanilla, solo se veía blanco, ni el verde de un árbol, ni el gris de ninguna construcción, ni absolutamente nada de color, el paisaje era un perfecto cuadro banco de Rothko pero igual eso era lo normal y Catalin tenía razón, al fin y al cabo el es de alli y ni los ingleses ni nosotros, los españolitos, lo somos.
También recuerdo haber visto nevar en Toledo con Juanito
Cervezas (Johnny Beers) un día que le llevamos de excursión para que alucinara
con el museo de la inquisición y en general con todo Toledo; en mi terraza de La
Latina con todos los tejados blancos hasta la cúpula de San Francisco el Grande;
en la carretera de Valencia a la atura de Requena un año que mi padre se empeñó
en teníamos que llevarle de vuelta a Piles pese a los avisos de tráfico; en Ezcaray
en el camino hacia la casa que hizo famosa El Sur (una película de Víctor
Erice) y que era de la familia de la primera mujer de un amigo del colegio; e
incluso, el año pasado, más menos por estas fechas, vi nevar en NYC y, lo creáis
o no, todavía me acuerdo y era algo completamente distinto a como nieva en
Madrid, allí nevaba con suavidad como si la propia ciudad lo agradeciera y en
menos de una hora la nieve empezaba a cubrir los parques, coches y calles y aunque
justo tuvimos que marcharnos al aeropuerto no parecía que aquello fuera a crear
ningún problema, sino más bien que iba a dejar imágenes limpias y bonitas sin
ese rastro de mierda que tenemos ahora en Madrid con unas pilas de hielo sucias
a mas no poder. Ya lo sé, no han sido nevadas comparables y NYC es NYC.
Como digo, nada que ver entre esas nevadas y esta última, o más
bien entre sus efectos y los de esta.
En cualquier caso, después del caos que se ha montado en
Madrid (y más zonas) sencillamente ha cambiado mi percepción de la nieve: desde
la diversión infantil preadolescente de esperarla todos los años para poder
comer naranjas, pasando por la indiferencia y la normalidad ante cualquier
cantidad de nieve en Maine o en Rumania, hasta llegar hasta llegar a este vamos a morir todos, no quedan alimentos que
hemos tenido estos días y que aún tenemos. No sé, me resulta un poco increíble
todo esto y la verdad es que no acabo de entenderlo, pero… hay tantas cosas que
ya no entiendo, que, ya, si eso, pues las comentamos otro día. Ahora al tema
que se me ha ido la pinza con las batallitas de la nieve.
El silencio, es
la última novela de DeLillo, que como
ya he comentado otras veces es para mí una obligación leer. No porque me
apasione, que en general creo que me pierdo en sus novelas, sino porque es DeLillo. Si, solamente por eso, es algo
que todavía no he superado y que esta novela no me va ayudar a superar. A ver,
lo primero es que es demasiado corta para que yo le dé la categoría de novela,
dejémoslo en un cuento largo y como tal pues se deja leer, no acaba de
profundizar en nada, pero entretiene el rato que dura y supongo – casi seguro
que yo me la he perdido – tiene una reflexión sobre el mundo actual y, en concreto,
sobre el uso de la tecnología. No lo sé, tal vez, no digo que no, pero para mí
la mejor frase es cuando uno de los personajes dice “Solo nos falta que llueva – dijo Jim – y sabremos que somos personajes
de una película”. Porque es verdad si en una película pasa una situación
especialmente rara es casi seguro que se pone a llover, ya que las situaciones
raras son más raras si llueve; así que si no llueve cuando pasa algo raro es
que no somos personajes de una película. A mí me pasa algo parecido cuando la
gente dice eso de que igual somos una simulación dentro de un ordenador y yo
sencillamente sé que es verdad porque carezco de una imagen residual propia,
así que yo, al menos y de momento, no soy una ficción en un superordenador
controlado por el grupo de los nueve ángulos (o la orden de los mismos, que
como todo el mundo sabe suman 1260, cuyos dígitos sumados dan 9 y que todos
sabemos son el número de los anillos de poder y la trinidad de trinidades; aquí
lo dejo pero a buen entendedor pocas palabras bastan). Cuando me decida por una
imagen residual de mí mismo – mi aspecto de jubiladillo con una chaqueta de
punto, algo nada especialmente molón puesto a elegir imagen residual lo que me
lleva a pensar que es mi imagen real – pues igual me convencen, pero de
momento, mientras no decida más detalles necesarios para esa imagen residual
pues difícil está el convencerme.
Así como con DeLillo
no tuve ninguna duda a la hora de cogerla la verdad es que con Leones Muertos tuve muchas dudas ya que
era la segunda novela de una serie y no me había leído la primera (puede que la
tuvieran y podía haberla cogido pero a) yo no soy de preguntar y b) a veces
leer la segunda entrega de una serie es muy ilustrativo de cara a poder seguir
una serie ya que te permite entender si pueden leerse separadas y cuanto
esfuerzo tiene que hacer el escritor para no tener que volver a repetir lo de
la novela anterior para que sigas la historia y la relación entre los
personajes). Además, yo en las novelas de espías tengo tendencia a perderme,
bueno, en las tramas muy complicadas tengo esa tendencia, aunque no sean de
espías. Si al final me decidí es porque se trataba de espías caídos en desgracia lo que le daba un punto interesante, más
interesante que el de los espías a los que todo les sale bien, hagan lo que
hagan y siempre les ha salido bien; además parece improbable que les metan en
tramas muy complejas ya que por definición no son los más hábiles (aunque
siempre esperas la redención de los personajes). La verdad es que me ha
entretenido mucho y aunque la trama se complica un poco más de lo que me
hubiera gustado, o esa redención es un poco forzada, el caso es que si la veo
puede que me lea la primera y ya puestos alguna más.
Una obligatoria, por autor, otra que casi no… igual ya veis una
pauta en mis compras así que no os extrañara que cogiera Yo fumo para olvidar que tú bebes solo por el título, resultaba
inevitable pese al hecho de estar escrita por alguien de la edad (aproximada,
que ya vendrá uno a decirme que el otro es un año mayor) y que pasara, al menos
en parte, en el Madrid de los finales de los ochenta una época que aglutina
tanto mis mejores recuerdos como los peores, y estos últimos a veces, casi
siempre, pese a ser menos, son más densos y pesan más. Lo mismo le pasa a la
novela que pese a tener aciertos también tiene decepciones y creo que estas
últimas hacen que solo sea una novela de esas que bueno, uno se lee sin
especial entusiasmo, pero sin acritud ni problemas. Con todo me gusta mucho la frase con la que rebate
esa idea tan extendida de que una pareja se supone que tiene que tener los
mismos gustos, o que deben de ser parecidos:
“Si, tenemos gustos completamente distintos. A mí me gustas tú, y a ti te gusto
yo, y ya ves en que nos parecemos”.
En cualquier caso, de esta novela y por aquello de no ser yo
aficionado al futbol, me quedo con dos citas de George Best (algunos dicen que el mejor jugador de todos los
tiempos o por lo menos el mejor futbolista del norte de Irlanda, perdón de
Irlanda del Norte que no es lo mismo) que hay en las notas finales: “Gaste la mayor parte de mi fortuna en
coches, mujeres y alcohol. El resto lo malgaste.” Y “En 1969 deje las mujeres y la bebida. Fueron los peores veinte minutos
de mi vida.” No se cómo futbolista, puede que no sea Maradona, pero, así en
lo de las citas, pues no es Oscar, pero está bastante bien aunque no como para
compensar el resto del libro.
Recuerdos del futuro
tampoco es un mal título, digamos para una novela de ciencia ficción, pero para
una novela que pasa en su mayoría en el NYC de finales de los setenta con
constantes referencias a tiempos anteriores, se trata claramente de un título
desaprovechado. En cierta medida tan desaprovechado como puede serlo el resto
de la novela que es extremadamente pesada, para mi gusto, y creo que también para
el editor, ya que, si no, pues no se entiende la necesidad de colocar dibujitos
a lo largo del libro, dibujitos que aportan entre poco y nada o incluso por
debajo de nada. Pero como de toda lectura se saca algo yo me he enterado de que
al parecer siempre ha existido una polémica por la autoría del famoso urinario
de Duchamp, no solo por el hecho de que estuviera firmado por R. Mutt (lo que
ya en sí mismo pareciera prueba de que no era de M. Duchamp) sino sobre si Mutt
era o no en primer lugar una mujer y en segundo una baronesa. Ni idea de si
tiene razón en su reivindicación feminista, pero, a mí, me ha sorprendido
enterarme de esto que seguro que en su momento ya supe. Por lo demás poco que
aportar en la historia o el estilo de la novela.
Mi última compra fue Vidas
Breves, que compre más por la editorial que por el título o cualquier otra
cosa como el autor, referencias o interés. La verdad es que es una novela que
me ha sorprendido, pero entiendo que solo me sorprenda a mí y no al resto de
lectores e incluso me la sorpresa ha estado condicionada por otras facetas de
mi actividad. El caso es que uno de los personajes principales es una mujer tan
egocéntrica y tan manipuladora que me cuesta no ver reflejada en ella a mi
abuela (a la que he conocido y de la que Rafa habla en su, de momento, último
libro; a nuestra otra abuela de verdad, genética, no la conocimos, y con nuestra
abuelastra, la abuela Maria, la verdad es que tampoco tuvimos mucho trato). E
incluso, aunque más justificado por los aquello de la genética, veo en cierta
medida reflejada la dependencia de mi madre hacia esa figura en la relación de
la protagonista principal. No lo sé, cosas mías que seguro que no reflejan la
realidad de los demás y que a otro lector no le dicen nada. Con todo, me
encanta su visión, o su interés, por la vida amorosa de los demás que refleja
en esa frase “por aquel entonces yo no
era dada a especular sobre la vida sentimental de los demás. Me imaginaba que
la de todos era como la mí: defectuosa.” Básicamente porque a mí la vida
sentimental de los demás, pese a que se empeñen en contármela, sigue sin
interesarme nada y creo que, salvo honrosas excepciones, casi todas las vidas
sentimentales son defectuosas y que incluso a todos nos ha pasado, más de una
vez eso de “había llegado a esa fase peligrosa en la que era consciente de
todos los errores que había cometido y quería tener una confrontación descomunal
para arrasarlo todo y empezar de nuevo”; y no solo en aspectos sentimentales.
Creo que ahora estoy en una de ellas, pero espero controlarme antes de
enzarzarme en esa confrontación que está por venir.
Pensaba, había calculado, que las ultimas lecturas que
compre en mi librería de referencia, repito por si alguno se ha olvidado: Librería Méndez de la calle mayor, me durarían
por lo menos hasta la mañana de navidad en la que mal se tenía que poner para
que no me regalaran un libro que me permitiera llegar hasta fin de año sin
necesidad de volver por el centro disfrazado de atracador urbano. Casi lo consigo,
pero no del todo, así que tuve que rebuscar alguna lectura por casa y como
faltaba poco pues cogí un libro de cuentos japoneses con el fin de releerlos y
dejarlos cuando llegaran los refuerzos (de este ya hablaremos el mes que viene).
Los refuerzos llegaron de la forma de Wattebled, un libro que se sinceramente no merece este nombre ya que es una auténtica bazofia. Ni tiene interés la historia, ninguna de las dos historias: la del protagonista de las fotos y la del fotógrafo que intenta reconstruir la historia tras comprarlas en el rastro, ni el estilo de escritura, ni nada, ni las fotos que dan origen al libro. No dudo de que el anterior, que tengo entendido es más o menos lo mismo, pueda tener algún interés si la historia de las personas fotografías es más interesante o no sé, la búsqueda tiene algo más que un itinerario en coche por Francia. Entiendo que cuanto uno tiene éxito con un tema intente repetirlo – a los Ramones les funciono – pero uno debe de ser consciente de si lo que hace vale algo o no. Curiosamente entre las virtudes del autor tanto mi hermana como mi hermano destacaron que era un Ingeniero de Caminos, imagino que por intentar provocar mi corporativismo. Mal intento ya que como el propio autor reconoce él es un “ingeniero de caminos fracasado” y en mi experiencia eso es casi tan malo, sino peor, que ser un exfumador.
Con todo y en la esperanza de que en algún momento mejorara
me arrastre por sus páginas hasta el final. Por mi lo habría dejado a medias, cerrándolo
bruscamente como si esto fuera lo peor que se puede hacer con un libro. Afortunadamente
como dice Fran Lebowitz (que parece
no ser hermana de la fotógrafa Annie,
aunque yo no estoy muy seguro de esto y creo que ambas forman parte de un
complot judaico de dominación de los medios de comunicación orquestado
seguramente por el club, u orden, de los nueve ángulos, el club de los siete
investigadores o tal vez por los cinco de Enid
Blyton. Todo acabara descubriéndose tarde o temprano) esto no es lo peor
que puede hacerse con un libro, “lo peor
que puede hacerse con un libro es olvidarse de que uno lo está leyendo, dejarlo
para ir a comer y haberse olvidado de que lo estaba leyendo”. Claro que
esto requiere estar leyendo varios libros a la vez, como yo leo de uno en uno
(como si fuera un monógamo consecutivo) pues no puedo olvidarme de que estoy
leyendo un libro en concreto. Creo que empezare a practicar este método para
poder tratar a algunos libros como verdaderamente se merecen y olvidarme de que
los estoy leyendo.
Increíblemente he escrito hasta aquí sin mencionar ni la
pandemia ni, sobre todo, hablar de las nuevas y cada vez más estúpidas medidas
que nuestros varios gobiernos nos dedican que incluyen conceptos contra natura
como ese de reuniones de convivientes (no hay reuniones entre convivientes –
salvo que tu padre te llame al despacho para revisar tus notas o afearte
cualquier comportamiento – no, las reuniones entre convivientes se llaman
convivencia así que no, no pueden prohibirse, ni limitarse, las reuniones entre
convivientes sin limitar la convivencia, que imagino será lo siguiente), todo
un logro. Así que para no estropearlo me retiro y os deseo que “os divirtáis asaltando el castillo”
(Castillo, no Capitolio que eso es otro tema).
Lecturas
El Silencio – Don DeLillo
Leones Muertos - Mick Herron
Yo fumo para olvidar que tú bebes – Martín Casariego
Recuerdos del futuro – Siri Hustvedt
Vida Breves – Anita Brookner
Wattebled o el rastro de las cosas – Paco Gómez