Pereza me da empezar a escribir en estos tiempos extraños en
los que al parecer estamos en camino hacia un ese oxímoron de la “nueva normalidad” que me chirria
incluso más que otros pero que ahora es completamente normal oír a todo el
mundo como una realidad, incluso como el objetivo a alcanzar; pereza me da
escribir encontrándome en una fase no identificada (probablemente en la fase
raíz de 2 menos 1; o en la raíz de pi menos la raíz de e; imposible de saber con una numeración de fases que empieza en
cero solo para que la última fase no sea la cuatro, ni tampoco la última, a
menos que ya hayamos renunciado a la fase que nos devuelva a la normalidad
normal); pereza me da escribir frente a la falta de criterio numérico de la
mayoría de los tertulianos que veo en los telediarios o leo en los periódicos,
esos nombrados expertos en disciplinas que no son las que practican pero de las
que opinan como auténticos poseedores de la verdad absoluta, e incluso, me temo, en los expertos secretos
del gobierno, que se reúnen en unos comités en los que solo ellos pueden
evaluar criterios objetivos que no pueden comentarnos pero que en palabras de
su líder supremo son, pese a todo,
públicos y fácilmente verificables por la ciudadanía, conformando un panel de mandos objetivo que
misteriosamente incluye criterios subjetivos; pereza frente a la falta de
noticias ajenas a la enfermedad que hemos dejado que cambie nuestra forma de
vida, no ya temporalmente sino parece que para siempre.
Tengo tanta pereza, tanta desfisia diría por usar una palabra familiar (probablemente solo de
mi familia), que me ya ni me apetece ponerme a reflexionar sobre este cambio de
actitud de toda la sociedad que ha pasado de aquel “nadie cambiara nuestra forma de vida” en relación con el
terrorismo, fundamentalmente, el terrorismo islámico al actual oxímoron de “pues iremos a una nueva normalidad”, es
decir cambiaremos toda nuestra forma de vida por un virus tan ricamente, sin
problemas (incluso con algunos sectores que piensan que incluso deberíamos
cambiarla todavía más e incluir la mascarilla como parte de los complementos de
moda). No, me da pereza plantearme, ni tan siquiera teóricamente, cual sería
nuestra reacción, como sociedad digo, si de repente una organización terrorista
declarara que ellos son los responsables de la diseminación de este virus
¿volveríamos a nuestra actitud de “no
cambiaran nuestra forma de vida” o seguiríamos persiguiendo el oxímoron del
cambio de forma de vida, de buscar una
nueva normalidad?
Tan desfisioso
estoy que no me apetece hacer la matemática necesaria para contaros que en la
situación actual (digamos con un cinco por ciento de la población infectada) y
con unos test que tienen un porcentaje de falsos negativos y de falsos
positivos elevado (del orden del 6% y del 4,5%) el que un test de positivo es
solo ligeramente más fiable que decidir que uno está infectado tirando una
moneda al aire.
Pero como perdido entre la casi exclusividad de noticias
sobre el virus se ha colado la supuesta aprobación de una ley para retirar las
matemáticas de las carreras de ciencia y tecnología (majadería más grande no se
puede imaginar en situaciones normales, no digamos ya en momentos en los que
todo el mundo se ha convertido en experto en geometría y en análisis estadístico
o en un mundo cada vez con más presencia digital) creo que igual debería
aportar unos cálculos básicos que, como el resto de este post pues podéis
saltaros (no, no entrara en el examen final).
Tomemos unas 1000 personas, por
facilitar el cálculo que no tiene influencia alguna en el resultado.
Si hay un 5 por ciento de
infectados quiere decir que de esas mil personas, 50 están infectadas y 950 no.
Si la tasa de fallo (falsos
negativos) sobre los verdaderamente infectados (50) es del 6% - acierta en un
94% de los casos – se medirán 47 positivos en este grupo de 50.
Si la tasa de fallo sobre los no
infectados (950) es del 4,5% - acierta en un 95,4% de los casos – quiere decir
que dará positivo en 43 ocasiones.
Es decir que los test hechos a
esas mil personas darán un resultado de 90 infectados de los cuales 47 estarán
realmente infectados y 43 serán falsos positivos.
Así que si tu test da positivo
pues tu probabilidad de estar realmente infectado es de 47/90, poco más preciso
que el resultado de tirar una moneda al aire y que salga cara (podría decir
cruz, pero la verdad es que por el diseño de las monedas es ligeramente más probable
que salga cara que cruz, muy ligeramente pero más probable en la realidad según
algunos investigadores con mucho tiempo libre y con becas, que sea cual sea su
importe, son claramente excesivas).
Otra cosa es que significa
realmente esta probabilidad que eso ya es de segundo curso o para nota y como
esto no entra en el examen, aquí lo dejamos.
Por otra parte 3 personas de esas
mil (de los 50 infectados, los 3 no detectados) tendrán un resultado que dice
que no tienen la enfermedad cuando realmente la tienen. Esto igual puede ser un
problema de contención de la epidemia ya que 3 de cada mil – no, no parece
mucho – estarán contagiados, pero con un resultado negativo y por lo tanto
razonablemente seguros de que no tienen la enfermedad (ya que el test les ha
dicho que no).
Pero por qué preocuparse de estas
cosas, de estas pequeñas realidades matemáticas cuando no van a entrar en el
examen y de hecho ahora se propone que las matemáticas no sean necesarias para
las carreras técnicas y científicas.
Ya digo, al fin y al cabo, las
matemáticas no le hacen falta a nadie y nadie las usa realmente en su vida
cotidiana (yo sí, pero eso es culpa mía que soy muy, pero muy, rarito y hay
días que me da por aplicar el teorema central del límite, o de pensar que, si
no se contagia la gente, no se relaciona para contagiarse, pues será imposible
que esta resulte contagiada y por lo tanto imposible que se alcance una cierta
inmunidad de manada o de grupo por no falta a nadie).
Pero, ya, si eso, pues comentamos
de esto otro día, en otro momento, o así a lo loco en la sección de
comentarios.
Ahora con las lecturas de este mes confinado, que podrían ser
muchas pero que al final no lo son ya que aunque mis creencias personales son
las de que no es tan fácil, ni tan preocupante, contagiarse como confinar a
toda la sociedad para evitar esto (que, por otra parte, para mí, es casi un
objetivo necesario para la vuelta a la normalidad, a la normal, no a la nueva) no
me parece justo recurrir al envío a domicilio de productos (si es peligroso
para mi salir también lo es para el mensajero y simplemente porque yo pueda
pagarlo no creo que deba hacerle correr unos riesgos que yo no corro) pues no
he recurrido a comprar libros por la red.
Con mis librerías de referencia cerradas y sin esta
posibilidad era el momento de plantearse la relectura de cosas que ya tuviera
en casa.
Esto, que en principio parece fácil teniendo en cuenta que en
casa hay bastantes libros, resulto ser algo difícil ya que por una parte el año
pasado regale gran parte de mi librería a una residencia de ancianos; por otra,
parte de mi librería, por razones de espacio, está en casa de Álvaro y Helena
(más que de espacio, por la vagancia de trasladarlo); y por otra parte por el
funcionamiento errático de mi memoria que, si bien le cuesta recordar si he
leído un libro cuando estoy en una librería, al mirar mi librería no tiene
prácticamente ninguna duda de que ese libro ya lo he leído e incluso recuerdo
bastante del mismo como para no sentirme tentado a releerlo.
Tras enfrentarme a estos problemas durante varios días al
final que decidí a coger Yo, Claudio
para la primera relectura, casi por desesperación. Estaba seguro de que lo
había leído, pero como tenía la duda de si lo había leído antes o después de
ver la serie de televisión (que en casa de mis padres era casi obligatoria por
ser una de las series favoritas de mi madre) y como solo recordaba las líneas
generales pues parecía una buena opción ya que, pese a todo, tenía buen
recuerdo de esta lectura. Curiosamente esta vez las intrigas de la Roma de Graves no han conseguido engancharme y
puede que por la desfisia de estos
días pues no conseguía avanzar en la historia y me he visto obligado a dejarlo a
medias. Guardare su relectura para otra época en la que este más centrado ya
que sigo creyendo que merece la pena revisar un folletín como este, más
sabiendo que gran parte de lo que cuenta es historia
(que supongo estarán pensado en quitar de las carreras de letras).
Tras este primer fracaso
para conseguir lectura, o relectura de mi librería que incluso en tiempo de
pandemia uno sigue siendo un intelectual dedicado a la relectura más que a la
lectura, y como yo no he respetado estrictamente
el confinamiento pues me puse a investigar la librería de casa de Álvaro y
Helena a ver que encontraba para releer. El problema fundamental era el mismo: la
mayoría de los libros recordaba haberlos leído e incluso recordaba bastante de
ellos como para no plantearme su relectura en estos momentos. Sin embargo,
entre ellos apareció Stardust que no
estaba seguro de haber leído – tenía el recuerdo de que en su momento no me apeteció
nada por ser un cuento demasiado infantil – pero que ahora, tras haber leído
más cosas de su autor, si me apetecía leerlo y decidí darle una oportunidad a
esta historia infantil, a este cuento de hadas. La verdad es que se lee muy
bien, muy rápido y pasas un rato bastante entretenido, algo que no deja de ser
el objetivo principal de casi todas las lecturas (o por lo menos de las mías)
si bien no es el objetivo de las relecturas que es solo el de presumir.
También aproveche para coger prestado Las uvas de la ira, libro que estaba seguro de que ya había leído,
pero del que tampoco recordaba mucho, o mucho más de lo que muestra la
película. No diré que es un buen libro – eso es algo sabido por todos ¿no? – ni
tampoco diré que es mejor que la película – eso es algo que siempre hay que
decir, aunque no siempre sea cierto – pero si diré que leer este melodrama,
porque es un auténtico melodrama, siempre es reconfortante (no se bien porque,
supongo que por un natural egoísmo de saber lo mal que lo pasan otros y no uno)
y a la vez un poco desasosegante (por ese resquicio de conciencia social que
todos tenemos y que nos hace sentirnos mal cuando leemos estas cosas). El caso
es que, leído ahora, con una mayor división en Estados Unidos entre el campo y
la ciudad, con una inmigración (ahora exterior) igual de elevada resulta
preocupante ver lo poco, o nada, que algunas cosas han cambiado, o mejor dicho
comprobar como algunas cosas siguen siendo iguales solamente con cambios cosméticos. Como la lucha de clases, la
igualdad buscada o por lo menos una menor diferencia, siguen estando igual de
lejos ahora y, por mucho que haya optimistas irreductibles, probablemente en
esa nueva normalidad que se nos
avecina.
Afortunadamente antes de ponerme a rebuscar de nuevo en las
librerías ya estudiadas recibí la oferta de préstamo de libros de Jorge, el
pintor vecino, que amablemente me acerco unos cuantos libros para seguir
enfrentándome a este confinamiento, o más bien a la ausencia de librerías
abiertas en las que ir a mirar novedades y apetencias.
Su primera recomendación fue My name is Aher Lev, libro completamente desconocido para mí, al
igual que su autor, y con una portada verdaderamente fea y de la que no se
entiende su relación con la historia pero que según Jorge era un gran libro. La
verdad es que preferiría no discrepar con él, y deciros que es un buen libro,
incluso que es un libro excelente, pero me resulta muy difícil ya que me ha parecido
bastante normalillo, tirando a malo. Puedo entender por qué le gusta a Jorge,
el pintor, ya que su protagonista es un pintor (o un wanna-be durante gran parte del libro) y el libro contiene
bastantes citas sobre arte, su trascendencia y esas cosas, pero la verdad es
que a mí me ha parecido básicamente la historia de un niño mal criado. Un
personaje solamente preocupado por el mismo, y por su arte obviamente, que en
gran medida olvida el mundo alrededor o solamente hace que gire a su alrededor.
Si me ha gustado enterarme de esa razón por la que a los judíos les parece muy
mal matar (al parecer especialmente a judíos) y que se explica por aquello de
que cada asesinato es realmente un genocidio ya que no solo matas a una persona
sino a todas las personas que él pudiera haber sido (algo que ya habia leido, inlcuso en una novela de Rafa). Con todo, incluida la búsqueda en internet de
la portada que me hace creer que es un libro bastante famoso, o por lo menos
suficientemente conocido, no puedo estar de acuerdo con Jorge.
Siempre me gusta contar que viví dos años en Colombia, pese
a que no tenga ningún recuerdo de estos años, salvo los inventados por ver
películas de super-8, fotografías o como resultado de diferentes historias
familiares, traumas infantiles (como no saber pronunciar kilometro y cosas
similares) o a través de expresiones o palabras que se usan en mi familia pero
que son desconocidas para el resto del mundo exterior. Una de estas palabas es
tula, que es una especie de bolsa de viaje o de deporte (para mí solamente es
aplicable a mis tulas – la grande y la pequeña – que son una de las pocas cosas
amarillas que me gustan verdaderamente y que pese a ser ya inútiles para su
función – una tiene las asa inutilizadas por efecto del fuego – y a la otra no
le funciona la cremallera – siguen siendo una de mis posesiones favoritas, una de esas cosas irrenunciables) así que
cuando en El ruido de las cosas al caer
se menciona como algo normal la existencia de “unas doce tulas repletas de ladrillos, unos trescientos kilos en
total” pues a mí me da un arrebato (similar al que me da con según que
música colombiana, algo inexplicable) al enterarme de que por lo menos para los
narcotraficantes (los ladrillos lo son de coca) la tula existe, como tal, y mi
percepción del libro mejora clara y parcialmente. Con toda mi parcialidad creo
que este es un buen libro, sin ser excepcional ni nada parecido, está bien
escrito y la historia pues más o menos sostiene el interés. Además, en estos días
de incertidumbre provocada este pasaje resulta más aplicable si cabe a mi
situación: “Ahora mismo hay una cadena de
circunstancias, de errores culpables o de afortunadas decisiones, cuyas
consecuencias me esperan a la vuelta de la esquina; y aunque lo sepa, aunque
tenga la incómoda certeza de que esas cosas están pasando y me afectaran, no
hay manera de que pueda anticiparme a ellas.”
Si, ciertamente así es como me siento. Totalmente impotente
ante lo que está por venir, confundido por no poder, o no querer adaptarme, por
negarme a aceptar esa nueva normalidad que no creo compatible con mi forma de
vivir o de entender la vida. Pero, haremos lo que podamos y trataremos de
reparar lo mejor posible lo daños.
En fin, aquí os dejo por hoy y espero que para la próxima ya
estemos en una fase diferente de este viaje a un lugar en el que no queremos
estar, o incluso que ya estemos de vuelta a donde queremos estar.
Lecturas
Yo, Claudio – Robert Graves
Stardust – Neil Gaiman
Las uvas de la ira – John Steinbeck
My name is
Asher Lev – Chaim Potok
El ruido de las cosas al caer – Juan Gabriel Vásquez