Este verano he pasado un par de veces por Piles, que a mí me
gusta – como si fuera angloparlante – llamar hemorroides (ya que eso significa piles
en inglés) y me hace mucha gracia pensar que seguramente aún hay algún estudiante
de Waterville (Maine) que todavía recuerde algo estupefacto a aquel profesor
que indudablemente no solo debía de tener serios problemas de hemorroides si no
que estaba orgulloso de ellos, o bien debía pertenecer a un grupo de apoyo de orgullosos
enfermos hemorroidales, ya que se presentaba a algunas clases con una camiseta
que en letras grandes decía, para ellos, en su idioma: “Hemorroides” junto con
un dibujo semi-fálico de la torre de Piles.
Sí, yo entiendo su estupefacción ya que tener hemorroides no
parece la típica cosa de la que presumir, o hacer bandera – menos con un
símbolo fálico que parece aportar una causa homosexual para tener las mismas –
pero ellos que podían saber de nuestras bárbaras costumbres hispánicas, por
mucho que un día, que el ya mentado profesor, se levantó con una resaca entre
bastante digna y monstruosa se llevó a clase como sustitutos, para no tener que
hablar y demostrar la magnitud de su resaca, a dos ilustres visitantes :
Barcina y yo, con la intención principal de dormitar en el aula mientras los
visitantes les explicaban cosas de España y sus impresiones de Maine, de los
Estados Unidos en general, y con la intención adicional de no tener que pensar
un tema para una de las redacciones obligatorias que debían hacer sus alumnos (“impresiones sobre los visitantes” es
un tema tan bueno como “mi último verano”,
o incluso mejor) como parte de su currículo académico, y que él debía corregir
para nota y para cumplir con sus obligaciones docentes.
Obviamente en su estado de pereza resacosa, compartida, todo
sea dicho, con la de los visitantes,
compartió parte del arduo trabajo de corrección
de las redacciones con nosotros por lo que los tres pasamos unas horas
realmente divertidas leyendo los mejores pasajes de cada redacción, si bien los
sujetos de las redacciones nos quedamos verdaderamente sorprendidos – tan
estupefactos como ellos con la camiseta del profesor – de las majaderas conclusiones
que habían sacado tanto de nuestro aspecto como de nuestras palabras y
opiniones lo que nos hizo pasar unos momentos de increíble incredulidad y casi
nos llevó a replantearnos algún cambio estético, que no de opinión. Pero divago,
ya, si eso, os lo cuento otro día.
Volviendo a Piles y a lo que quería contar: No recuerdo a
que edad aprendí a montar en bicicleta (entendiendo por aprender a montar en
bicicleta el momento en que mis padres le quitaron los ruedines a mi bicicleta y yo empecé a caerme y a destrozarme las
rodillas, las piernas y los codos contra casi todas las superficies
imaginables: asfalto, tierra, hormigón, grava, césped, matojos, agua e incluso
hielo) y tampoco tengo muy claro cuando aprendí a montar en monopatín (en
Sancheski que es como lo llamábamos entonces desconociendo que el nombre venia
de la mezcla de los hermanos Sánchez con el Ski que es a lo que originariamente
se dedicaban: a fabricar tablas de Ski) estoy convencido de que fue bastante
tarde y casi seguro que fue después de los seis años, la edad que tiene ahora
mi sobrina Alicia (el monopatín seguro porque no creo que llegara a España
hasta mediados de los setenta y dudo que yo fuera un “early adpoter”, aunque quien sabe igual lo era que yo siempre he
sido rarito, rarito a la par que un
impulsor de tendencias)
Es verdad que ahora hay una tendencia – bastante
incomprensible para mí – a que los niños aprendan todo lo relacionado con los
deportes (y con otros conocimientos inútiles para un niño, como, digamos, la
alta cocina o la moda) lo antes posible y no resulta raro ver a niños de escasa
edad haciendo todo tipo de salvajadas con todo tipo de medios de locomoción por
lo que entiendo que existe una cierta presión social en los niños (también en
los padres) para que sus hijos aprendan a desplazarse en distintos aparatos
cuanto antes. Puede que esto, la idea de proporcionar movilidad adicional a los
pequeños retoños, tenga que ver con las ganas de los padres de perderles de
vista o de que sean independientes (esto de la independencia lo dudo ya que
luego tienen miedo de dejar que se alejen de ellos por su propio pie por si
algún psicópata fuera a secuestrarlos o algo así, como si siguieran formando
parte de una serie de televisión tipo Mentes
Criminales) también puede que tenga que ver con esta ansia por que aprendan
muy pronto el que quieran (los padres) que lleguen a ser campeones olímpicos, o
mundiales o interestelares o quien sabe que, y que de esta forma tenga una profesión bien remunerada (aunque esto
solo lo consigan muy pocos o casi ninguno) y no solo se forren ellos si no que
con un poco de suerte les proporcionen un tranquilo retiro a sus progenitores
que se volcaron en que aprendieran esa profesión
(seguramente en un pasado re imaginado por ellos mismos, tras muchos esfuerzos por
su parte, la de los progenitores se entiende); o igual tan solo es que gracias
la accesibilidad del video es tan divertido ver como los pequeños retoños se
estrellan de formas a cada cual más graciosa e inverosímil, y incluso más divertido compartirlo con el
mundo para avergonzar a su retoño y conservarlo para la posteridad. No sé, no
sé porque estas prisas con estas cosas y tanta calma con otras cosas más
importantes pero, divago otra vez.
El caso es que mi sobrina (Alicia, se entiende. Si, sé que tengo
otras dos, casi tres, sobrinas y que debería especificar más, pero las otras,
son otras historias, cada una la suya) este verano a sus seis años de edad
quería aprender a montar tanto en bicicleta como en monopatín y me ha
correspondido a mí el honor de encargarme (en parte, o en principio) de esta
faceta de su educación vial.
¿Por qué me ha correspondido este honor os preguntareis?
Podría decir que es porque se montar en los dos apartados elegidos por Alicia
para destrozarse las rodillas y llenarse de heridas las partes blandas, con
mala suerte incluso alguna dura, de su cuerpo; incluso podría pensar que se
debe a mis anteriores éxitos enseñando a conducir a algunos de mis hermanos;
aunque también podría ser por mi dilatada experiencia docente y mi proverbial
paciencia (a la altura de mi hieratismo) o, más probablemente a que era la
única persona disponible en las cercanías en ese momento. Parémonos a
reflexionar un momento en las posibilidades.
¿Conocimiento del medio (locomotor, se entiende?
Totalmente cierto en cuanto a la bicicleta. Si bien no tengo
recuerdos de mi de muy pequeño, digamos a los seis años de Alicia, montando en
bicicleta (si recuerdo con, digamos, nostalgia, un tractor rojo de plástico con
pedales que había en Játiva que debe corresponderse con esa edad) por lo que no
tengo esa imagen verano azul con la
que todos nos imaginamos de pequeños, pese a que, es verdad que mis primeros
recuerdos de montar en bicicleta son de los veranos que pasamos en Camorritos
(en la sierra de Madrid), especialmente de una cuesta que tenía una curva que
la hacía prácticamente imposible de bajar sin acabar empotrado en el suelo y
que subirla era para un niño de mi edad, nueve o diez años diría, como escalar,
y coronar, la etapa reina de la vuelta ciclista, del giro o del tour (lo que
sea más duro sea lo que sea, que mi cultura ciclista no llega a saber esto). Al
final a base de subirla una y otra vez, no solo conseguí unos gemelos
envidiables, sino que también conseguí dominarla, al bajar, pero como cantaba
aquel “I got the scars to prove it”.
Unos pocos años después la bicicleta se convirtió en mi
medio de transporte favorito – único, si excluimos el coche de San Fernando – y
debería añadir que en un excelente medio de financiación para ciertas
actividades que no es necesario detallar ahora, ya que mis padres nos daban a
cada hermano un bono-bus semanal para que fuéramos y volviéramos a clase (10
viajes, once o doce si sabias aprovecharlo y hacías un poco de trampa) que como
yo no gastaba pues acababa revendiendo a conocidos (emprendedor que siempre ha
sido uno).
Fue mi medio de transporte hasta que (primero) un segundo
atropello por un coche (ya había tenido uno pero no fue relevante), en la calle
Princesa dejo mi bici muy tocada y me obligo a llevarla a rastras hasta casa
(Nicasio Gallego) al parecer sangrando de una brecha en la cabeza (que todo sea
dicho, yo no había notado) y con el dedo menique del pie derecho dolorido e hinchado,
lo que no solo hizo que mi madre me echara una bronca monumental si no que se
empeñara en llevarme al hospital para que me dieran puntos y certificaran, los médicos
siempre molestando y de parte de los adultos, que efectivamente me había roto
el dedo (algo que, según algunos miembros de mi familia, certificaba también
que yo era un tarado, un animal, o más probablemente, incluso, un animal
tarado, por haber ido andando hasta casa en lugar de irme yo solo al hospital –
que ya tenía edad – y eso que les oculte que antes de ir a casa me tome un par
de cañas con el conductor que me atropello ya que el pobre se sentía muy mal,
incluso antes de que yo le dejara peor ante mi familia como autor de un hit and run, dando a entender que probablemente
incluso estaba DUI, y porque en mi experiencia de accidentes – significativa – resulta
básico tomarse unas cañas después de un accidente, a ser posible con todas la
partes implicadas como si se tratara de un “tercer
tiempo” de un partido de rugby).
Después de este accidente, un mes después o así – los que
tardaron en arreglar mi bici, a la que hubo que volver a soldar el cuadro, y en
curarse mi dedo meñique, ya que con la escayola era imposible no ya montar en
bici si no casi andar – cuando, pedaleando enérgicamente para ir a la
universidad, volcando mi peso sobre manillar y pedales como un autentico, o
ficticio, profesional, para subir la rampa del garaje la bicicleta decidió partirse
por la mitad (no la soldadura que había hecho para mí el viejecito que
arreglaba bicicletas en la plaza de Olavide, que resistió, sí no dos de las
barras del cuadro) y yo acabe con un precioso semi-tatuaje del manillar en el
plexo solar (calculo yo que seria) con el detalle de las manetas e incluso de
la sujeción de la bocina y de la cesta que llevaba y, lamentablemente con dos
mitades de una bicicleta que ya no permitían arreglo alguno.
Como no estaba para pasarme al monociclo, opción ni planteable,
y tenía bastante más interés en conseguir una guitarra eléctrica – acumulando
mis regalos de cumpleaños, navidad, santo y varios – que en tener otra
bicicleta pues deje de montar en bicicleta algo que redujo mi capacidad
financiera (temporalmente, he de decir ya que siempre hay formas de conseguir
dinero para un buen emprendedor. Mira si no a Bárcenas).
Con un currículo como este, que incluye un par de accidentes
de relativa importancia, puede que no debiera ser considerado como una buena
opción para enseñar a montar en bicicleta a nadie (menos a una sobrina de seis años)
pero también hay que tener en cuenta que pese a todos mis años (pocos) y
kilómetros urbanos (muchos) montando en bicicleta solo he tenido esa mínima fractura de meñique y menos de
una decena de puntos en una ceja, lo que no es un mal promedio y creo que
podría cualificarme ya que mucha gente se ha roto muchas más cosas haciendo
mucho menos.
Más discutible pueden ser mis cualificaciones para enseñar a
montar en skate ya que yo soy
anterior al propio termino skate,
siendo yo más de monopatín, o incluso directamente de Sancheski, que de lo que viene siendo skate como tal pero la verdad es que la tecnología y la practica
básica no han cambiado mucho y estoy casi seguro que un piloto de autogiros está
más cualificado que muchos de nosotros para pilotar un helicóptero (aunque yo
no me subiría a ese helicóptero) o por lo menos para enseñar los principios
básicos.
Supongo que yo empecé a montar en monopatín cuando tenía
unos doce o trece años, lo supongo principalmente porque creo que antes no
existía (o no era conocido, habitual, el juguete que todos los niños queríamos)
y porque mis recuerdos son de estar en el colegio de la calle Guadiana y
aprovechar para practicar, además del patio asfaltado del colegio (seguramente
asfaltado para que no hiciéramos el salvaje, o más bien para que al hacerlo
sufriéramos las consecuencias ya que aunque mi colegio era laico, creían
firmemente en eso de que “En el pecado
llevas la penitencia”) y sobre todo bajando las cuestas de El Viso (si, pijazo que era uno en aquellos días pre-pijos).
Monte pocos años y nunca me dio por hacer “trucos” así que poco tengo que enseñar
sobre el uso acrobático del monopatín (o del skate), que seguramente es la parte que más mola, yo solo puedo
enseñarle la parte de disfrutar de ir en la dirección correcta (incluso a
velocidad excesiva), saber cambiar de dirección a voluntad, y saber frenar sin
caerse y dejarse los dientes en la superficie, generalmente, dura en la que
inevitablemente uno acaba estrellándose de vez en cuando, vamos, lo que vienen
siendo los rudimentos básicos (suficientes para empezar).
Durante ese par de años la verdad es que monte mucho en monopatín,
montaba mucho y a veces de una forma un poco bruta (tenía muchos menos años) por
lo que tuve que aprender a arreglar el monopatín con repuestos no oficiales
(que ya entonces eran carísimos y mi presupuesto era limitado y necesario para
otras aficiones como las palmeras de chocolate o glaseadas. Estas últimas, solo
de Garcés) desmontando ruedas, cambiando los cojinetes que traían (tuve dos
monopatines: un Sancheski de plástico
naranja y luego uno de madera con lija para sujetar mejor los pies en la tabla.
Lo que en aquel momento era casi un monopatín profesional) por cojinetes
especiales que compraba en una tienda de material industrial que había en
Bárbara de Braganza y que prácticamente, comparativamente, eran regalados (a
cambio, como si fuera Ikea, llevaba
mucho más trabajo).
No deje de montar en monopatín porque me aburriera, porque
dejara de gustarme, porque madurara o porque tuviera un accidente importante.
Bueno, en cierta medida, si tenemos un concepto amplio de accidente, podríamos
decir que si, que lo deje por un accidente. Me explico.
El caso es que un día estaba montando por la Castellana de
camino a casa desde el colegio, ya casi llegando a Colon, cuando un grupito de
chavalines (de mi edad o posiblemente un poco mayores, y en número de tres o
cuatro) hicieron que me cayera a propósito con intención de robarme el
monopatín. Bueno, este era su plan y más o menos se desarrollaba adecuadamente:
yo me había caído del monopatín al cruzarse ellos en mi camino; mientras yo me
levantaba uno de ellos cogió mi monopatín, sus colegas empezaron a juntarse a
su alrededor y a decirme que me fuera, que ahora el monopatín era suyo.
Entiendo que su plan iba como lo habían trazado en su mente y que ya tan solo quedaba que yo me
marchara de allí (a ser posible llorando para redondear la imagen de su plan)
para que ellos se pusieran a jugar con mi monopatín, felices cual perdices. No
era mal plan, lo reconozco: era sencillo y tenía la seguridad que dan los
números pero, ya digo, a veces ocurren accidentes.
En este caso el accidente
consistió en que a mí se me cruzaron los
cables, arranque el monopatín de las manos del chavalín que lo tenía y le
atice en toda la cara con el mismo en un gesto puramente accidental, tan accidental
fue el gesto que le rompí la tabla de madera en plena cara (puede que incluso
la cara, aunque nunca lo supe) lo que causo un cierto caos entre sus compañeros
(o compinches) y un gran estupor en mí ya que acababa de quedarme sin monopatín
que era precisamente lo que había querido evitar. Ya digo, un accidente, un accidente que me obligo a subir andando hasta
Alonso Martínez (algo que de todas forma pensaba hacer ya que subir Génova
patinado no era una opción, demasiada pendiente para un chaval tranquilo como
yo) y que me dejo sin monopatín (además de con el pequeño problema de explicar
a mis padres que había pasado con el monopatín, algo que fue tan fácil como
contarles el plan original – pre accidente – de los chavalines, como este
estaba pensado en sus cerebrillos).
Así que me quede sin monopatín antes de aprender a hacer trucos con él, lo que acabo con mi prometedora
carrera de skater y dejo, de por
vida, muy reducida mi capacidad para enseñar a mi sobrina el uso del skate.
Resumiendo que yo diría que cuento con el conocimiento del
medio suficiente para que este sea el motivo de la elección como entrenador/docente de mi sobrina, en
ambos medios, pero esto puede ser algo discutible por los accidentes. Así que no está claro que este sea el motivo, la
motivación para que sea yo quien enseñe a mi sobrina.
¿Éxitos anteriores en educación
vial?
A mí me enseñó a conducir mi padre (con ayuda de la
inevitable y obligatoria autoescuela), me enseño tarde para los cánones de la
época, que prácticamente exigían que tu primera actividad al cumplir los
dieciocho años fuera la de sacarte el carnet de conducir, como si viviéramos en
una urbanización de película americana y el coche, saber conducir, fuera algo
absolutamente necesario para poder recorrer las llanuras de cereales que
separan nuestros ranchos, o nuestras casas con jardín, de nuestro High School, o como si tuviéramos que ir
a un mirador para tener nuestros primeros escarceos sexuales en la parte de
atrás de un Trans-Am o de un Corvette, o como si todos contáramos con
un garaje en el que arreglar un coche, montar una empresa tecnológica o ensayar
con nuestro grupo de rock.
No sé, es posible que la mayoría de las personas de mi
generación tuvieran este tipo de problemas y necesitaran aprender a conducir lo
antes posible, pero nosotros vivíamos en el centro, íbamos al colegio en
autobús, andando, en bicicleta, o en monopatín; teníamos nuestros primeros
escarceos sexuales en las partes más oscuras de los bares, en los cines, en los
parques, o en cualquier sitio en el que pudiéramos; y aunque teníamos una plaza
de garaje en la que aparcar el coche entre el resto de coches de los vecinos, e
incluso si alguien venía a verte y tenías que invadir la plaza de un vecino podías
hacerlo temporalmente dejándole una cariñosa nota pidiendo perdón
anticipadamente, pero de ponerse en el garaje a reparar uno o más coches,
montar una empresa tecnológica o ensayar con tu grupo podías ir olvidándote.
Así que ni yo, ni nadie de mi familia (salvo tal vez Columna, que no sé cuándo
o como aprendió) teníamos especial interés por empezar a conducir y yo espere
hasta tener veinte años para sacarme el carnet de conducir y solo lo hice
porque Santo Domingo, donde Jaco tenia casa, quedaba lejos y aunque se podía ir
en autobús y el viaje de ida, normalmente a altas horas de la noche era
divertido ya que nos juntábamos lo mejor de varios mundos (si, había algún
extraterrestre. Estoy convencido de ello) la vuelta a Madrid tras, o más
habitualmente con, una nada desdeñable resaca era realmente insufrible para un
simple ser humano.
Pese a sacarme el carnet de conducir tarde, fui
prácticamente el primero de mis hermanos en sacármelo, con bastante diferencia
(salvo tal vez Columna que ya no estaba en casa) algo que mi padre aprovecho
para delegar en mi la tarea de enseñar al resto de mis hermanos a conducir o
por lo menos a complementar lo aprendido en la autoescuela con las lecciones
adicionales de los sábados por la tarde y los domingos por la mañana o por la tarde
en el aparcamiento de Caminos. Estoy casi seguro que delego en mí, más que por
mis demostradas habilidades para conducir por poderse quedar tranquilamente en
casa durmiendo la película de las
cuatro de la tarde o durmiendo
cualquier otra cosa que pusieran en la televisión.
El caso es que, por los motivos que fueran, me tocó a mí la
tarea de pasar las tardes de sábados y/o las mañanas y/oo tardes de los
domingos domingos jugándome la vida en un Talbot Solara (tipo Stasrky y Hutch:
rojo pero con la capota negra) en el aparcamiento de Caminos y por gran parte
de la ciudad universitaria para que mi hermano y dos de mis hermanas
aprendieran a conducir (con la ayuda de la autoescuela, obviamente. Lo mío tan
solo eran unas clases de apoyo, no eran ni de recuperación, ya que aún no
habían suspendido, ni mucho menos de perfeccionamiento, que de eso mejor no
hablar).
En cualquier caso, con mi colaboración (seguramente no
decisiva) mis dos hermanas aprobaron el carnet de conducir, incluido el examen
práctico se entiende, por lo que teóricamente pueden conducir. De las dos, una
lo hace regularmente, en el sentido de con frecuencia, no en de la forma de
conducir que – como sé que me lee – clasificare de excelente; la otra creo que
ha conducido un par de veces (como mucho) y que actualmente tiene el carnet como
decoración y seguramente sin renovar.
Así que aunque puede que solo una de ellas conduzca en la
actualidad pero las dos aprobaron el carnet, que entiendo no les regalaron como
se lo regalaron a mi madre en Colombia – textualmente, en su caso – por lo que
la única vez que se sentó detrás del volante de un coche, un Land-Rover, lo
estrello contra el porche de la casa en un tiempo record, lo que viene siendo instantáneamente;
pero si eso, ya hablaremos de ello otro día.
Mi hermano – mi primer alumno – no tiene carnet de conducir
pero no porque yo no consiguiera enseñarle a conducir si no porque entonces
vivía en estados unidos – donde sí consiguió sacarse el carnet – pero al volver
pasó de convalidar su carnet americano por el español en el plazo legalmente
estipulado y se quedó sin carnet.

Esto último, lo de los espejos, nos costó un poco más de lo
normal y fue algo que provoco su primer accidente al pedirle yo que diera
marcha atrás (sabiendo que había un árbol detrás, en su inevitable trayectoria),
y él me hizo caso como un obediente padawan,
o un marine americano destinado en Guantánamo, pero, a la española, es decir sin mirar por los espejos hasta que
empotro el coche contra el árbol. “No, la
fuerza no es intensa en él”, que diría alguno. Fue entonces, solo entonces,
al oír ese sonido característico- casi como el de un AK-47, que diría otro– cuando
se dio cuenta de que allí, y antes que el coche, estaba el árbol, de que debía
haber mirado por el espejo retrovisor al menos una vez para ver si el árbol
pensaba o no moverse (algo cuando menos dudoso, salvo para los mayores
fanáticos de Tolkien o de Shakespeare), y de que se había estrellado por
primera vez (y esperemos que por última vez). Tengo mis dudas de si también fue
en ese preciso momento cuando se dio cuenta de mi tranquilidad – cuasi zen – de
mi sangre fría e infinita paciencia – comparable solo a mi hieratismo – o si
más bien se dio cuenta de lo #*$&Z%$ que era su hermano pequeño, o si bien
esto último ya lo sabía de antes y tampoco le sorprendió (o no le sorprendió
tanto como que el árbol siguiera allí, cual dinosaurio en un micro relato).
Además Rafa tenia necesidades especiales (no, cabroncetes,
no lo sigo en ese sentido) si no que como él no iba a ir a la autoescuela si no
que iba a sacarse el carnet en estados unidos, donde se puede conducir
acompañado sin carnet para practicar, necesitaba aprender a moverse no solo por
el aparcamiento y las proximidades si no que debía salir a la calle. Obviamente
esto era un tema espinoso al que estaba reticente ya que – normal – le parecía
una salvajada que con unas leccioncillas mías pudiera meterse entre otros
coches, parar en los semáforos y en fin lo que viene siendo conducir y siempre
que se lo proponía decía “dentro de un
rato, el próximo día”.
Al final un día sin darle importancia, aprovechando su intensa
concentración mientras conducía, le dije que en lugar de seguir recto de una
zona del aparcamiento a la otra, girara a la izquierda, y sin el darse cuenta salimos
a la calle que hay enfrente de Caminos. Como no había tráfico e iba totalmente
concentrado (en solo él sabe que, porque en lo de la conducción parece que no
del todo) seguimos hasta la rotonda de la avenida de la complutense donde al
tener que parar en el semáforo, con otros coches, empezó a darse cuenta de que
algo no iba del todo bien, que habíamos salido del aparcamiento. Le dije que
sí, que nos habíamos despistado pero que no pasaba nada, que hiciera tranquilamente
la media rotonda a la izquierda y que volvíamos al aparcamiento. Pero claro,
como conductor novato, él no sabía que desde allí solo se podía enfilar la
avenida de la complutense (quien lo hubiera supuesto) por lo que había de
rodear todos los campos de deportes que hay allí, el paraninfo creo que es el
nombre técnico, por una vía con sus buenos dos o tres carriles y con cierto
tráfico por lo que se puso a la derecha y al final de la avenida de la
complutense cogió lo que le parecía era una desviación pequeña donde estaba
convencido que podríamos parar y cambiar
de conductor que el ya no podía más, que había tenido suficiente. Sin problema
por mi parte, me parecía bien que cogiera ese desvío y en cuanto pudiera,
parábamos y cambiábamos, eso le dije y se tranquilizó.
Ya digo: a mí me parecía muy bien lo que proponía, pero por
razones distintas a las suyas: puede que fuera por hacerle compartir uno de mis
lemas, ese de “Nunca entres en un sitio
del que no sepas como salir”, que obviamente no era uno de sus lemas, ya
que no sabía dónde se metía: el camino que el proponía tomar nos llevaba
directamente y sin posibilidad de parar a la carretera de la Dehesa de la Villa
y desde allí al túnel de Sinesio Delgado sin solución de continuidad (por decir
algo técnico); o puede que solamente fuera por que se le quitara un poco el
miedo al tráfico; quien sabe las razones de las cosas.
El caso es que me parecía estupenda su elección, mucho mejor
que dar la vuelta al paraninfo y volver a Caminos. Más educativa, digamos y
además la había propuesto él y era mi hermano mayor (siempre hay que tener un
poco de respeto a la edad, o a las canas aunque aún no fuera el caso).
Cuando empezó a darse cuenta de en qué se había metido creo
que se pensó muy seriamente parar en mitad de donde estaba sin importarle ya
nada, o como plan alternativo, o complementario, asesinar a su hermano, imagino
que sintiendo que tenía mayor justificación moral que la del Caín original.
El caso es que al
final no hizo ninguna de las dos cosas si no que siguió conduciendo con cuidado
y lo hizo bastante bien, lo suficientemente bien como para incluir este paseo
en nuestro itinerario habitual e incluso llegar más lejos (no diré hasta donde porque
no estoy seguro de que sea un delito que haya caducado) entre el tráfico en los
siguientes días.
Yo diría que Rafa aprendió a conducir, incluso diría más
(como Hernández o Fernández) que conseguí enseñarle a conducir. Así que lo
mires como lo mires: tres de tres que no está mal y es algo que que diría que
me cualifica como profesor de circulación.
Vale, si lo miras de otra forma igual no estoy cualificado
ya que ahora solo conduce uno de mis tres alumnos y para empeorar las cosas he
de reconocer que la vez que más cerca he estado de morir en accidente de
tráfico (como contexto diré que esto lo dice alguien que ha tenido tres
siniestros totales) fue precisamente con Rafa al volante.
Fue en una incorporación a una autopista en Long Island, en
la que entramos tan rápido y metiéndonos directamente en el carril del medio
que el conductor del coche que casi nos aplasta (por meternos prácticamente a
ciegas en su carril) se bajó del coche con intención de darle una paliza a Rafa,
podríamos decir (si no odiáramos la violencia) que con toda la razón del mundo
ya que casi lo mata, por lo que había
hecho pero en cuanto se dio cuenta de que acababa (él y nosotros) de salvar la
vida milagrosamente y que además Rafa estaba de acuerdo, se quedó bloqueado, se
calló, volvió a su coche y se marchó prácticamente sin una sola palabra pero
seguramente murmurando plegarias al dios o dioses que acabaran de salvar su
vida (dudo que rezara por nosotros, pero nunca se sabe). Nosotros por nuestra
parte, nos fumamos un pitillo en el arcén y puede que incluso cambiáramos de
conductor, aunque no lo creo.
Vistas así las cosas, pues puede que realmente tampoco esté
capacitado y que este tampoco sea el motivo, la motivación, para que sea yo
quien enseñe a mi sobrina.
¿Experiencia docente?
Bueno, mi experiencia docente es un hecho objetivo, que si
la midiéramos en horas de clase, como profesor, seria escandalosamente elevada
ya que ha habido años en los que daba más de cuatro horas de clase, cinco días
a la semana, y eso sin considerar las conferencias o clases magistrales que he
dado para entidades de razonable prestigio, que no han sido pocas.
Es verdad que en la mayoría de los cursos que he dado la
gente venía parcialmente obligada ya que eran cursos para parados (si, como los
de los escándalos de corrupción andaluces; de esos mismos; pero con otros
organismos y dando los cursos, que es más difícil, o por lo menos mas cansado)
o de reinserción para presidiarios y que no les hacíamos evaluaciones ya que el
único baremo que había para conseguir el título final del curso era el haber
acudido con suficiente asiduidad a
clase, aunque uno no se hubiera enterado de nada.
Por supuesto que parece más honrado medir la experiencia
docente, más que por las horas, por la capacidad para transmitir lo que se
quiere enseñar ya que en esto de la experiencia pasa como con muchas cosas,
como por ejemplo con la suerte que uno puede tener mucha suerte, pero si toda
es mala pues casi mejor tener poca ¿no?
En cualquier caso mi vanidad, posiblemente otra de esas cualidades
de mi personalidad que supera a mi hieratismo, y el hecho de haberme encontrado
después, en el ámbito profesional (lo que ya es una pequeña señal. Por lo menos
no cambiaron de ámbito profesional), con antiguos alumnos míos me hace pensar
que mal, mal no debí hacerlo y lo digo sin necesidad de recurrir a las, más que
probables, mentiras que los muy bellacos (y bellacas) me han dicho sobre que aprendieron mucho y que yo era uno de
sus profesores favoritos. Lo que me
hace sentirme cualificado.
Sin embargo el único curso en el que yo tuve que evaluar a
mis alumnos, lo que habían aprendido de lo que yo había intentado enseñarles,
arrojo unos resultados sumamente decepcionantes. Tan decepcionantes que por las
presiones de la dirección del curso, del organismo dentro del que se impartía,
tuve que repetir el examen que les había puesto (que era fácil y de mínimos) ya
que de unos treinta alumnos ni siendo, no ya generoso si no magnánimo, solo un
par de ellos parecían haber aprendido lo suficiente para acercarse al aprobado.
Vamos, que ninguno había aprendido nada de lo que les había enseñado, teniendo
el listón bajo, muy bajo. Solo cuando como si fueran las cinco de la mañana en
un bar y te ves obligado no ya a bajar el listón, si no a tirarlo y ya lo
buscaras otro día, y les repetí el examen conseguí un nivel de aprobados que la
dirección del curso considero como aceptable. Lo que yo diría que no indica una
buena experiencia docente.
Vistas así las cosas, pues puede que realmente tampoco esté
capacitado y que este tampoco sea el motivo, la motivación para que sea yo
quien enseñe a mi sobrina.
Así puestas las cosas parece evidente que el único motivo
indiscutible para honrarme con la tarea de enseñar a montar a mi sobrina en
diferentes medios de transporte se debe, casi seguro, a que era la única
persona disponible en las cercanías en ese momento.
Que todo sea dicho a mí me parece una razón tan buena como
cualquier otra pero que puede explicar porque de momento no he conseguido que
deje de mirar a su cámara cenital y comprobar lo elegante y guapa que está
aprendiendo a montar y empiece a intentar
aprender a montar. Eso o igual es simplemente que todavía es un poco pequeña
para aprender estas cosas por mucha presión social que exista.
Estoy seguro de que en algún momento, cuando de verdad le
apetezca y no cuando crea que tiene que hacerlo, querrá aprender y espero ser
la única persona disponible en las cercanías para intentar enseñarle y si no lo
consigo pues ya está explicado porque probablemente será más culpa mía que
suya.
Y si no le apetece de
verdad pues no aprenderá (a todos nos quedan muchas cosas por aprender). Montar
en bicicleta, en monopatín, en Skate
o en Longboard realmente no tiene
ninguna importancia, salvo la que ella quiera darle, y hay miles de cosas, para
mi mucho más importantes, en las que supera a sus coetáneos o contemporáneos o
lo que sean los niños de seis años (además de en la altura, que tampoco es
importante).