jueves, 18 de agosto de 2016

Enseñando a pilotar (o no) y otras cosas

Este verano he pasado un par de veces por Piles, que a mí me gusta – como si fuera angloparlante – llamar hemorroides (ya que eso significa piles en inglés) y me hace mucha gracia pensar que seguramente aún hay algún estudiante de Waterville (Maine) que todavía recuerde algo estupefacto a aquel profesor que indudablemente no solo debía de tener serios problemas de hemorroides si no que estaba orgulloso de ellos, o bien debía pertenecer a un grupo de apoyo de orgullosos enfermos hemorroidales, ya que se presentaba a algunas clases con una camiseta que en letras grandes decía, para ellos, en su idioma: “Hemorroides” junto con un dibujo semi-fálico de la torre de Piles.

Sí, yo entiendo su estupefacción ya que tener hemorroides no parece la típica cosa de la que presumir, o hacer bandera – menos con un símbolo fálico que parece aportar una causa homosexual para tener las mismas – pero ellos que podían saber de nuestras bárbaras costumbres hispánicas, por mucho que un día, que el ya mentado profesor, se levantó con una resaca entre bastante digna y monstruosa se llevó a clase como sustitutos, para no tener que hablar y demostrar la magnitud de su resaca, a dos ilustres visitantes : Barcina y yo, con la intención principal de dormitar en el aula mientras los visitantes les explicaban cosas de España y sus impresiones de Maine, de los Estados Unidos en general, y con la intención adicional de no tener que pensar un tema para una de las redacciones obligatorias que debían hacer sus alumnos (“impresiones sobre los visitantes” es un tema tan bueno como “mi último verano”, o incluso mejor) como parte de su currículo académico, y que él debía corregir para nota y para cumplir con sus obligaciones docentes.

Obviamente en su estado de pereza resacosa, compartida, todo sea dicho, con la de los  visitantes, compartió parte del arduo trabajo de corrección de las redacciones con nosotros por lo que los tres pasamos unas horas realmente divertidas leyendo los mejores pasajes de cada redacción, si bien los sujetos de las redacciones nos quedamos verdaderamente sorprendidos – tan estupefactos como ellos con la camiseta del profesor – de las majaderas conclusiones que habían sacado tanto de nuestro aspecto como de nuestras palabras y opiniones lo que nos hizo pasar unos momentos de increíble incredulidad y casi nos llevó a replantearnos algún cambio estético, que no de opinión. Pero divago, ya, si eso, os lo cuento otro día.

Volviendo a Piles y a lo que quería contar: No recuerdo a que edad aprendí a montar en bicicleta (entendiendo por aprender a montar en bicicleta el momento en que mis padres le quitaron los ruedines a mi bicicleta y yo empecé a caerme y a destrozarme las rodillas, las piernas y los codos contra casi todas las superficies imaginables: asfalto, tierra, hormigón, grava, césped, matojos, agua e incluso hielo) y tampoco tengo muy claro cuando aprendí a montar en monopatín (en Sancheski que es como lo llamábamos entonces desconociendo que el nombre venia de la mezcla de los hermanos Sánchez con el Ski que es a lo que originariamente se dedicaban: a fabricar tablas de Ski) estoy convencido de que fue bastante tarde y casi seguro que fue después de los seis años, la edad que tiene ahora mi sobrina Alicia (el monopatín seguro porque no creo que llegara a España hasta mediados de los setenta y dudo que yo fuera un “early adpoter”, aunque quien sabe igual lo era que yo siempre he sido rarito, rarito a la par que un impulsor de tendencias)

Es verdad que ahora hay una tendencia – bastante incomprensible para mí – a que los niños aprendan todo lo relacionado con los deportes (y con otros conocimientos inútiles para un niño, como, digamos, la alta cocina o la moda) lo antes posible y no resulta raro ver a niños de escasa edad haciendo todo tipo de salvajadas con todo tipo de medios de locomoción por lo que entiendo que existe una cierta presión social en los niños (también en los padres) para que sus hijos aprendan a desplazarse en distintos aparatos cuanto antes. Puede que esto, la idea de proporcionar movilidad adicional a los pequeños retoños, tenga que ver con las ganas de los padres de perderles de vista o de que sean independientes (esto de la independencia lo dudo ya que luego tienen miedo de dejar que se alejen de ellos por su propio pie por si algún psicópata fuera a secuestrarlos o algo así, como si siguieran formando parte de una serie de televisión tipo Mentes Criminales) también puede que tenga que ver con esta ansia por que aprendan muy pronto el que quieran (los padres) que lleguen a ser campeones olímpicos, o mundiales o interestelares o quien sabe que, y que de esta forma tenga una profesión bien remunerada (aunque esto solo lo consigan muy pocos o casi ninguno) y no solo se forren ellos si no que con un poco de suerte les proporcionen un tranquilo retiro a sus progenitores que se volcaron en que aprendieran esa profesión (seguramente en un pasado re imaginado por ellos mismos, tras muchos esfuerzos por su parte, la de los progenitores se entiende); o igual tan solo es que gracias la accesibilidad del video es tan divertido ver como los pequeños retoños se estrellan de formas a cada cual más graciosa e inverosímil, y  incluso más divertido compartirlo con el mundo para avergonzar a su retoño y conservarlo para la posteridad. No sé, no sé porque estas prisas con estas cosas y tanta calma con otras cosas más importantes pero, divago otra vez.

El caso es que mi sobrina (Alicia, se entiende. Si, sé que tengo otras dos, casi tres, sobrinas y que debería especificar más, pero las otras, son otras historias, cada una la suya) este verano a sus seis años de edad quería aprender a montar tanto en bicicleta como en monopatín y me ha correspondido a mí el honor de encargarme (en parte, o en principio) de esta faceta de su educación vial.

¿Por qué me ha correspondido este honor os preguntareis? Podría decir que es porque se montar en los dos apartados elegidos por Alicia para destrozarse las rodillas y llenarse de heridas las partes blandas, con mala suerte incluso alguna dura, de su cuerpo; incluso podría pensar que se debe a mis anteriores éxitos enseñando a conducir a algunos de mis hermanos; aunque también podría ser por mi dilatada experiencia docente y mi proverbial paciencia (a la altura de mi hieratismo) o, más probablemente a que era la única persona disponible en las cercanías en ese momento. Parémonos a reflexionar un momento en las posibilidades.

¿Conocimiento del medio (locomotor, se entiende?

Totalmente cierto en cuanto a la bicicleta. Si bien no tengo recuerdos de mi de muy pequeño, digamos a los seis años de Alicia, montando en bicicleta (si recuerdo con, digamos, nostalgia, un tractor rojo de plástico con pedales que había en Játiva que debe corresponderse con esa edad) por lo que no tengo esa imagen verano azul con la que todos nos imaginamos de pequeños, pese a que, es verdad que mis primeros recuerdos de montar en bicicleta son de los veranos que pasamos en Camorritos (en la sierra de Madrid), especialmente de una cuesta que tenía una curva que la hacía prácticamente imposible de bajar sin acabar empotrado en el suelo y que subirla era para un niño de mi edad, nueve o diez años diría, como escalar, y coronar, la etapa reina de la vuelta ciclista, del giro o del tour (lo que sea más duro sea lo que sea, que mi cultura ciclista no llega a saber esto). Al final a base de subirla una y otra vez, no solo conseguí unos gemelos envidiables, sino que también conseguí dominarla, al bajar, pero como cantaba aquel “I got the scars to prove it”.

Unos pocos años después la bicicleta se convirtió en mi medio de transporte favorito – único, si excluimos el coche de San Fernando – y debería añadir que en un excelente medio de financiación para ciertas actividades que no es necesario detallar ahora, ya que mis padres nos daban a cada hermano un bono-bus semanal para que fuéramos y volviéramos a clase (10 viajes, once o doce si sabias aprovecharlo y hacías un poco de trampa) que como yo no gastaba pues acababa revendiendo a conocidos (emprendedor que siempre ha sido uno).

Fue mi medio de transporte hasta que (primero) un segundo atropello por un coche (ya había tenido uno pero no fue relevante), en la calle Princesa dejo mi bici muy tocada y me obligo a llevarla a rastras hasta casa (Nicasio Gallego) al parecer sangrando de una brecha en la cabeza (que todo sea dicho, yo no había notado) y con el dedo menique del pie derecho dolorido e hinchado, lo que no solo hizo que mi madre me echara una bronca monumental si no que se empeñara en llevarme al hospital para que me dieran puntos y certificaran, los médicos siempre molestando y de parte de los adultos, que efectivamente me había roto el dedo (algo que, según algunos miembros de mi familia, certificaba también que yo era un tarado, un animal, o más probablemente, incluso, un animal tarado, por haber ido andando hasta casa en lugar de irme yo solo al hospital – que ya tenía edad – y eso que les oculte que antes de ir a casa me tome un par de cañas con el conductor que me atropello ya que el pobre se sentía muy mal, incluso antes de que yo le dejara peor ante mi familia como autor de un hit and run, dando a entender que probablemente incluso estaba DUI, y porque en mi experiencia de accidentes – significativa – resulta básico tomarse unas cañas después de un accidente, a ser posible con todas la partes implicadas como si se tratara de un “tercer tiempo” de un partido de rugby).

Después de este accidente, un mes después o así – los que tardaron en arreglar mi bici, a la que hubo que volver a soldar el cuadro, y en curarse mi dedo meñique, ya que con la escayola era imposible no ya montar en bici si no casi andar – cuando, pedaleando enérgicamente para ir a la universidad, volcando mi peso sobre manillar y pedales como un autentico, o ficticio, profesional, para subir la rampa del garaje la bicicleta decidió partirse por la mitad (no la soldadura que había hecho para mí el viejecito que arreglaba bicicletas en la plaza de Olavide, que resistió, sí no dos de las barras del cuadro) y yo acabe con un precioso semi-tatuaje del manillar en el plexo solar (calculo yo que seria) con el detalle de las manetas e incluso de la sujeción de la bocina y de la cesta que llevaba y, lamentablemente con dos mitades de una bicicleta que ya no permitían arreglo alguno.

Como no estaba para pasarme al monociclo, opción ni planteable, y tenía bastante más interés en conseguir una guitarra eléctrica – acumulando mis regalos de cumpleaños, navidad, santo y varios – que en tener otra bicicleta pues deje de montar en bicicleta algo que redujo mi capacidad financiera (temporalmente, he de decir ya que siempre hay formas de conseguir dinero para un buen emprendedor. Mira si no a Bárcenas).

Con un currículo como este, que incluye un par de accidentes de relativa importancia, puede que no debiera ser considerado como una buena opción para enseñar a montar en bicicleta a nadie (menos a una sobrina de seis años) pero también hay que tener en cuenta que pese a todos mis años (pocos) y kilómetros urbanos (muchos) montando en bicicleta solo he tenido esa mínima fractura de meñique y menos de una decena de puntos en una ceja, lo que no es un mal promedio y creo que podría cualificarme ya que mucha gente se ha roto muchas más cosas haciendo mucho menos.

Más discutible pueden ser mis cualificaciones para enseñar a montar en skate ya que yo soy anterior al propio termino skate, siendo yo más de monopatín, o incluso directamente de Sancheski, que de lo que viene siendo skate como tal pero la verdad es que la tecnología y la practica básica no han cambiado mucho y estoy casi seguro que un piloto de autogiros está más cualificado que muchos de nosotros para pilotar un helicóptero (aunque yo no me subiría a ese helicóptero) o por lo menos para enseñar los principios básicos.

Supongo que yo empecé a montar en monopatín cuando tenía unos doce o trece años, lo supongo principalmente porque creo que antes no existía (o no era conocido, habitual, el juguete que todos los niños queríamos) y porque mis recuerdos son de estar en el colegio de la calle Guadiana y aprovechar para practicar, además del patio asfaltado del colegio (seguramente asfaltado para que no hiciéramos el salvaje, o más bien para que al hacerlo sufriéramos las consecuencias ya que aunque mi colegio era laico, creían firmemente en eso de que “En el pecado llevas la penitencia”) y sobre todo bajando las cuestas de El Viso (si, pijazo que era uno en aquellos días pre-pijos).

Monte pocos años y nunca me dio por hacer “trucos” así que poco tengo que enseñar sobre el uso acrobático del monopatín (o del skate), que seguramente es la parte que más mola, yo solo puedo enseñarle la parte de disfrutar de ir en la dirección correcta (incluso a velocidad excesiva), saber cambiar de dirección a voluntad, y saber frenar sin caerse y dejarse los dientes en la superficie, generalmente, dura en la que inevitablemente uno acaba estrellándose de vez en cuando, vamos, lo que vienen siendo los rudimentos básicos (suficientes para empezar).

Durante ese par de años la verdad es que monte mucho en monopatín, montaba mucho y a veces de una forma un poco bruta (tenía muchos menos años) por lo que tuve que aprender a arreglar el monopatín con repuestos no oficiales (que ya entonces eran carísimos y mi presupuesto era limitado y necesario para otras aficiones como las palmeras de chocolate o glaseadas. Estas últimas, solo de Garcés) desmontando ruedas, cambiando los cojinetes que traían (tuve dos monopatines: un Sancheski de plástico naranja y luego uno de madera con lija para sujetar mejor los pies en la tabla. Lo que en aquel momento era casi un monopatín profesional) por cojinetes especiales que compraba en una tienda de material industrial que había en Bárbara de Braganza y que prácticamente, comparativamente, eran regalados (a cambio, como si fuera Ikea, llevaba mucho más trabajo).

No deje de montar en monopatín porque me aburriera, porque dejara de gustarme, porque madurara o porque tuviera un accidente importante. Bueno, en cierta medida, si tenemos un concepto amplio de accidente, podríamos decir que si, que lo deje por un accidente. Me explico.

El caso es que un día estaba montando por la Castellana de camino a casa desde el colegio, ya casi llegando a Colon, cuando un grupito de chavalines (de mi edad o posiblemente un poco mayores, y en número de tres o cuatro) hicieron que me cayera a propósito con intención de robarme el monopatín. Bueno, este era su plan y más o menos se desarrollaba adecuadamente: yo me había caído del monopatín al cruzarse ellos en mi camino; mientras yo me levantaba uno de ellos cogió mi monopatín, sus colegas empezaron a juntarse a su alrededor y a decirme que me fuera, que ahora el monopatín era suyo. Entiendo que su plan iba como lo habían trazado en su  mente y que ya tan solo quedaba que yo me marchara de allí (a ser posible llorando para redondear la imagen de su plan) para que ellos se pusieran a jugar con mi monopatín, felices cual perdices. No era mal plan, lo reconozco: era sencillo y tenía la seguridad que dan los números pero, ya digo, a veces ocurren accidentes.

En este caso el accidente consistió en que a mí se me cruzaron los cables, arranque el monopatín de las manos del chavalín que lo tenía y le atice en toda la cara con el mismo en un gesto puramente accidental, tan accidental fue el gesto que le rompí la tabla de madera en plena cara (puede que incluso la cara, aunque nunca lo supe) lo que causo un cierto caos entre sus compañeros (o compinches) y un gran estupor en mí ya que acababa de quedarme sin monopatín que era precisamente lo que había querido evitar. Ya digo, un accidente, un accidente que me obligo a subir andando hasta Alonso Martínez (algo que de todas forma pensaba hacer ya que subir Génova patinado no era una opción, demasiada pendiente para un chaval tranquilo como yo) y que me dejo sin monopatín (además de con el pequeño problema de explicar a mis padres que había pasado con el monopatín, algo que fue tan fácil como contarles el plan original – pre accidente – de los chavalines, como este estaba pensado en sus cerebrillos).

Así que me quede sin monopatín antes de aprender a hacer trucos con él, lo que acabo con mi prometedora carrera de skater y dejo, de por vida, muy reducida mi capacidad para enseñar a mi sobrina el uso del skate.

Resumiendo que yo diría que cuento con el conocimiento del medio suficiente para que este sea el motivo de la elección como entrenador/docente de mi sobrina, en ambos medios, pero esto puede ser algo discutible por los accidentes. Así que no está claro que este sea el motivo, la motivación para que sea yo quien enseñe a mi sobrina.

¿Éxitos anteriores en educación vial?

A mí me enseñó a conducir mi padre (con ayuda de la inevitable y obligatoria autoescuela), me enseño tarde para los cánones de la época, que prácticamente exigían que tu primera actividad al cumplir los dieciocho años fuera la de sacarte el carnet de conducir, como si viviéramos en una urbanización de película americana y el coche, saber conducir, fuera algo absolutamente necesario para poder recorrer las llanuras de cereales que separan nuestros ranchos, o nuestras casas con jardín, de nuestro High School, o como si tuviéramos que ir a un mirador para tener nuestros primeros escarceos sexuales en la parte de atrás de un Trans-Am o de un Corvette, o como si todos contáramos con un garaje en el que arreglar un coche, montar una empresa tecnológica o ensayar con nuestro grupo de rock.

No sé, es posible que la mayoría de las personas de mi generación tuvieran este tipo de problemas y necesitaran aprender a conducir lo antes posible, pero nosotros vivíamos en el centro, íbamos al colegio en autobús, andando, en bicicleta, o en monopatín; teníamos nuestros primeros escarceos sexuales en las partes más oscuras de los bares, en los cines, en los parques, o en cualquier sitio en el que pudiéramos; y aunque teníamos una plaza de garaje en la que aparcar el coche entre el resto de coches de los vecinos, e incluso si alguien venía a verte y tenías que invadir la plaza de un vecino podías hacerlo temporalmente dejándole una cariñosa nota pidiendo perdón anticipadamente, pero de ponerse en el garaje a reparar uno o más coches, montar una empresa tecnológica o ensayar con tu grupo podías ir olvidándote. Así que ni yo, ni nadie de mi familia (salvo tal vez Columna, que no sé cuándo o como aprendió) teníamos especial interés por empezar a conducir y yo espere hasta tener veinte años para sacarme el carnet de conducir y solo lo hice porque Santo Domingo, donde Jaco tenia casa, quedaba lejos y aunque se podía ir en autobús y el viaje de ida, normalmente a altas horas de la noche era divertido ya que nos juntábamos lo mejor de varios mundos (si, había algún extraterrestre. Estoy convencido de ello) la vuelta a Madrid tras, o más habitualmente con, una nada desdeñable resaca era realmente insufrible para un simple ser humano.

Pese a sacarme el carnet de conducir tarde, fui prácticamente el primero de mis hermanos en sacármelo, con bastante diferencia (salvo tal vez Columna que ya no estaba en casa) algo que mi padre aprovecho para delegar en mi la tarea de enseñar al resto de mis hermanos a conducir o por lo menos a complementar lo aprendido en la autoescuela con las lecciones adicionales de los sábados por la tarde y los domingos por la mañana o por la tarde en el aparcamiento de Caminos. Estoy casi seguro que delego en mí, más que por mis demostradas habilidades para conducir por poderse quedar tranquilamente en casa durmiendo la película de las cuatro de la tarde o durmiendo cualquier otra cosa que pusieran en la televisión.

El caso es que, por los motivos que fueran, me tocó a mí la tarea de pasar las tardes de sábados y/o las mañanas y/oo tardes de los domingos domingos jugándome la vida en un Talbot Solara (tipo Stasrky y Hutch: rojo pero con la capota negra) en el aparcamiento de Caminos y por gran parte de la ciudad universitaria para que mi hermano y dos de mis hermanas aprendieran a conducir (con la ayuda de la autoescuela, obviamente. Lo mío tan solo eran unas clases de apoyo, no eran ni de recuperación, ya que aún no habían suspendido, ni mucho menos de perfeccionamiento, que de eso mejor no hablar).

En cualquier caso, con mi colaboración (seguramente no decisiva) mis dos hermanas aprobaron el carnet de conducir, incluido el examen práctico se entiende, por lo que teóricamente pueden conducir. De las dos, una lo hace regularmente, en el sentido de con frecuencia, no en de la forma de conducir que – como sé que me lee – clasificare de excelente; la otra creo que ha conducido un par de veces (como mucho) y que actualmente tiene el carnet como decoración y seguramente sin renovar.

Así que aunque puede que solo una de ellas conduzca en la actualidad pero las dos aprobaron el carnet, que entiendo no les regalaron como se lo regalaron a mi madre en Colombia – textualmente, en su caso – por lo que la única vez que se sentó detrás del volante de un coche, un Land-Rover, lo estrello contra el porche de la casa en un tiempo record, lo que viene siendo instantáneamente; pero  si eso,  ya hablaremos de ello otro día.

Mi hermano – mi primer alumno – no tiene carnet de conducir pero no porque yo no consiguiera enseñarle a conducir si no porque entonces vivía en estados unidos – donde sí consiguió sacarse el carnet – pero al volver pasó de convalidar su carnet americano por el español en el plazo legalmente estipulado y se quedó sin carnet.

Como Rafa fue mi primer alumno en esto de conducir es al que más recuerdo haberle ensañado cosas básicas como como sentarse (sin mucho acierto como puede verse por su excesivamente atenta, casi forzada, postura. Aunque en su descargo diré que igual no era por conducir y era solo eso que le pasa, que cuando  huele una cámara tiene que ponerse a posar, o a lo que el piensa que es posar); donde y cuando mirar o como usar los espejos retrovisores.



Esto último, lo de los espejos, nos costó un poco más de lo normal y fue algo que provoco su primer accidente al pedirle yo que diera marcha atrás (sabiendo que había un árbol detrás, en su inevitable trayectoria), y él me hizo caso como un obediente padawan, o un marine americano destinado en Guantánamo, pero, a la española, es decir sin mirar por los espejos hasta que empotro el coche contra el árbol. “No, la fuerza no es intensa en él”, que diría alguno. Fue entonces, solo entonces, al oír ese sonido característico- casi como el de un AK-47, que diría otro– cuando se dio cuenta de que allí, y antes que el coche, estaba el árbol, de que debía haber mirado por el espejo retrovisor al menos una vez para ver si el árbol pensaba o no moverse (algo cuando menos dudoso, salvo para los mayores fanáticos de Tolkien o de Shakespeare), y de que se había estrellado por primera vez (y esperemos que por última vez). Tengo mis dudas de si también fue en ese preciso momento cuando se dio cuenta de mi tranquilidad – cuasi zen – de mi sangre fría e infinita paciencia – comparable solo a mi hieratismo – o si más bien se dio cuenta de lo #*$&Z%$ que era su hermano pequeño, o si bien esto último ya lo sabía de antes y tampoco le sorprendió (o no le sorprendió tanto como que el árbol siguiera allí, cual dinosaurio en un micro relato).

Además Rafa tenia necesidades especiales (no, cabroncetes, no lo sigo en ese sentido) si no que como él no iba a ir a la autoescuela si no que iba a sacarse el carnet en estados unidos, donde se puede conducir acompañado sin carnet para practicar, necesitaba aprender a moverse no solo por el aparcamiento y las proximidades si no que debía salir a la calle. Obviamente esto era un tema espinoso al que estaba reticente ya que – normal – le parecía una salvajada que con unas leccioncillas mías pudiera meterse entre otros coches, parar en los semáforos y en fin lo que viene siendo conducir y siempre que se lo proponía decía “dentro de un rato, el próximo día”.

Al final un día sin darle importancia, aprovechando su intensa concentración mientras conducía, le dije que en lugar de seguir recto de una zona del aparcamiento a la otra, girara a la izquierda, y sin el darse cuenta salimos a la calle que hay enfrente de Caminos. Como no había tráfico e iba totalmente concentrado (en solo él sabe que, porque en lo de la conducción parece que no del todo) seguimos hasta la rotonda de la avenida de la complutense donde al tener que parar en el semáforo, con otros coches, empezó a darse cuenta de que algo no iba del todo bien, que habíamos salido del aparcamiento. Le dije que sí, que nos habíamos despistado pero que no pasaba nada, que hiciera tranquilamente la media rotonda a la izquierda y que volvíamos al aparcamiento. Pero claro, como conductor novato, él no sabía que desde allí solo se podía enfilar la avenida de la complutense (quien lo hubiera supuesto) por lo que había de rodear todos los campos de deportes que hay allí, el paraninfo creo que es el nombre técnico, por una vía con sus buenos dos o tres carriles y con cierto tráfico por lo que se puso a la derecha y al final de la avenida de la complutense cogió lo que le parecía era una desviación pequeña donde estaba convencido que podríamos parar y  cambiar de conductor que el ya no podía más, que había tenido suficiente. Sin problema por mi parte, me parecía bien que cogiera ese desvío y en cuanto pudiera, parábamos y cambiábamos, eso le dije y se tranquilizó.

Ya digo: a mí me parecía muy bien lo que proponía, pero por razones distintas a las suyas: puede que fuera por hacerle compartir uno de mis lemas, ese de “Nunca entres en un sitio del que no sepas como salir”, que obviamente no era uno de sus lemas, ya que no sabía dónde se metía: el camino que el proponía tomar nos llevaba directamente y sin posibilidad de parar a la carretera de la Dehesa de la Villa y desde allí al túnel de Sinesio Delgado sin solución de continuidad (por decir algo técnico); o puede que solamente fuera por que se le quitara un poco el miedo al tráfico; quien sabe las razones de las cosas.

El caso es que me parecía estupenda su elección, mucho mejor que dar la vuelta al paraninfo y volver a Caminos. Más educativa, digamos y además la había propuesto él y era mi hermano mayor (siempre hay que tener un poco de respeto a la edad, o a las canas aunque aún no fuera el caso).

Cuando empezó a darse cuenta de en qué se había metido creo que se pensó muy seriamente parar en mitad de donde estaba sin importarle ya nada, o como plan alternativo, o complementario, asesinar a su hermano, imagino que sintiendo que tenía mayor justificación moral que la del Caín original.

 El caso es que al final no hizo ninguna de las dos cosas si no que siguió conduciendo con cuidado y lo hizo bastante bien, lo suficientemente bien como para incluir este paseo en nuestro itinerario habitual e incluso llegar más lejos (no diré hasta donde porque no estoy seguro de que sea un delito que haya caducado) entre el tráfico en los siguientes días.

Yo diría que Rafa aprendió a conducir, incluso diría más (como Hernández o Fernández) que conseguí enseñarle a conducir. Así que lo mires como lo mires: tres de tres que no está mal y es algo que que diría que me cualifica como profesor de circulación.

Vale, si lo miras de otra forma igual no estoy cualificado ya que ahora solo conduce uno de mis tres alumnos y para empeorar las cosas he de reconocer que la vez que más cerca he estado de morir en accidente de tráfico (como contexto diré que esto lo dice alguien que ha tenido tres siniestros totales) fue precisamente con Rafa al volante.

Fue en una incorporación a una autopista en Long Island, en la que entramos tan rápido y metiéndonos directamente en el carril del medio que el conductor del coche que casi nos aplasta (por meternos prácticamente a ciegas en su carril) se bajó del coche con intención de darle una paliza a Rafa, podríamos decir (si no odiáramos la violencia) que con toda la razón del mundo ya que casi lo mata,  por lo que había hecho pero en cuanto se dio cuenta de que acababa (él y nosotros) de salvar la vida milagrosamente y que además Rafa estaba de acuerdo, se quedó bloqueado, se calló, volvió a su coche y se marchó prácticamente sin una sola palabra pero seguramente murmurando plegarias al dios o dioses que acabaran de salvar su vida (dudo que rezara por nosotros, pero nunca se sabe). Nosotros por nuestra parte, nos fumamos un pitillo en el arcén y puede que incluso cambiáramos de conductor, aunque no lo creo.

Vistas así las cosas, pues puede que realmente tampoco esté capacitado y que este tampoco sea el motivo, la motivación, para que sea yo quien enseñe a mi sobrina.

¿Experiencia docente?

Bueno, mi experiencia docente es un hecho objetivo, que si la midiéramos en horas de clase, como profesor, seria escandalosamente elevada ya que ha habido años en los que daba más de cuatro horas de clase, cinco días a la semana, y eso sin considerar las conferencias o clases magistrales que he dado para entidades de razonable prestigio, que no han sido pocas.

Es verdad que en la mayoría de los cursos que he dado la gente venía parcialmente obligada ya que eran cursos para parados (si, como los de los escándalos de corrupción andaluces; de esos mismos; pero con otros organismos y dando los cursos, que es más difícil, o por lo menos mas cansado) o de reinserción para presidiarios y que no les hacíamos evaluaciones ya que el único baremo que había para conseguir el título final del curso era el haber acudido con suficiente asiduidad a clase, aunque uno no se hubiera enterado de nada.

Por supuesto que parece más honrado medir la experiencia docente, más que por las horas, por la capacidad para transmitir lo que se quiere enseñar ya que en esto de la experiencia pasa como con muchas cosas, como por ejemplo con la suerte que uno puede tener mucha suerte, pero si toda es mala pues casi mejor tener poca ¿no?

En cualquier caso mi vanidad, posiblemente otra de esas cualidades de mi personalidad que supera a mi hieratismo, y el hecho de haberme encontrado después, en el ámbito profesional (lo que ya es una pequeña señal. Por lo menos no cambiaron de ámbito profesional), con antiguos alumnos míos me hace pensar que mal, mal no debí hacerlo y lo digo sin necesidad de recurrir a las, más que probables, mentiras que los muy bellacos (y bellacas) me han dicho sobre que aprendieron mucho y que yo era uno de sus profesores favoritos. Lo que me hace sentirme cualificado.

Sin embargo el único curso en el que yo tuve que evaluar a mis alumnos, lo que habían aprendido de lo que yo había intentado enseñarles, arrojo unos resultados sumamente decepcionantes. Tan decepcionantes que por las presiones de la dirección del curso, del organismo dentro del que se impartía, tuve que repetir el examen que les había puesto (que era fácil y de mínimos) ya que de unos treinta alumnos ni siendo, no ya generoso si no magnánimo, solo un par de ellos parecían haber aprendido lo suficiente para acercarse al aprobado. Vamos, que ninguno había aprendido nada de lo que les había enseñado, teniendo el listón bajo, muy bajo. Solo cuando como si fueran las cinco de la mañana en un bar y te ves obligado no ya a bajar el listón, si no a tirarlo y ya lo buscaras otro día, y les repetí el examen conseguí un nivel de aprobados que la dirección del curso considero como aceptable. Lo que yo diría que no indica una buena experiencia docente.

Vistas así las cosas, pues puede que realmente tampoco esté capacitado y que este tampoco sea el motivo, la motivación para que sea yo quien enseñe a mi sobrina.

Así puestas las cosas parece evidente que el único motivo indiscutible para honrarme con la tarea de enseñar a montar a mi sobrina en diferentes medios de transporte se debe, casi seguro, a que era la única persona disponible en las cercanías en ese momento.

Que todo sea dicho a mí me parece una razón tan buena como cualquier otra pero que puede explicar porque de momento no he conseguido que deje de mirar a su cámara cenital y comprobar lo elegante y guapa que está aprendiendo a montar y empiece a  intentar aprender a montar. Eso o igual es simplemente que todavía es un poco pequeña para aprender estas cosas por mucha presión social que exista.

Estoy seguro de que en algún momento, cuando de verdad le apetezca y no cuando crea que tiene que hacerlo, querrá aprender y espero ser la única persona disponible en las cercanías para intentar enseñarle y si no lo consigo pues ya está explicado porque probablemente será más culpa mía que suya.

Y si no le apetece de verdad pues no aprenderá (a todos nos quedan muchas cosas por aprender). Montar en bicicleta, en monopatín, en Skate o en Longboard realmente no tiene ninguna importancia, salvo la que ella quiera darle, y hay miles de cosas, para mi mucho más importantes, en las que supera a sus coetáneos o contemporáneos o lo que sean los niños de seis años (además de en la altura, que tampoco es importante).


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